“Terraformar la Tierra”. Qué ironía y qué triste realidad. Hubiera sonado absurdo hace unos años, cuando Gaia aún estaba viva y yo era el padre de dos niños. Pero el pérfido capitalismo salvaje no permitía treguas al maldito desarrollo económico: Había que explotar todos los recursos naturales hasta su agotamiento, porque detenerse significaba no producir beneficios para los “inversores”. Y Gaia se murió, y ahora el mar es una ciénaga pestilente, y los bosques de antaño son áridas mesetas de polvo y basura, y el aire, ay, el aire es una mezcla irrespirable de monóxido de carbono y metano… El caso es que nuestra misión, después de construir nuestro hábitat en los túneles excavados bajo el cráter Tycho, será volver a la Tierra para terraformarla. ¿No es para partirse de risa? Y aquí estamos las 100 personas que se pudieron salvar a última hora, tras asaltar la nave de los privilegiados y abandonarlos en la letal superficie que ellos mismos habían creado. Los vimos morir retorciéndose como gusanos en medio de la nada, mientras los obreros de la base espacial tomábamos el mando de la expedición, nos veníamos a la Luna y fundábamos la colonia de Tycho, donde garantizaremos la supervivencia de la especie, para volver un día a resucitar a nuestra madre Gaia. Hoy, después de unos cuantos años, aún atemorizamos a nuestros hijos, los pequeños selenitas, diciéndoles: “Si no te portas bien volverá el Capitalismo”. Y ellos, pobrecitos, se echan a temblar, mientras por el gran ventanal de la cúpula central de la base contemplan la esfera gris y parda que antaño fue blanca, verde y azul, sobre todo azul…

En la pared de nuestro habitáculo hay una imagen de la Tierra tomada, creo, por los tripulantes del Apolo 8, en la que se ve la maravillosa esfera que fue nuestro mundo, surgiendo tras el horizonte de la Luna. Predominaba en ella el color azul, cruzado por remolinos blancos de nubes, bajo las que se recortaban los continentes. En sus extremos superior e inferior había grandes extensiones inmaculadas, inmensidades de hielo anteriores a la desaparición de las banquisas. En el hemisferio nocturno de Gaia, desde la Luna, se habrían podido ver las titilantes luces de las grandes ciudades, en un derroche de energía que presagiaba ya el pronto final de la civilización, que fue como un cáncer planetario. Ahora ya nada está vivo en la esfera que merece más que nunca su nombre: Tierra, solo tierra parda, polvorienta o pringosa, y sobre todo muerta, muerta…

Enciendo mi tablet y abro una carpeta con fotos de mi vida anterior: Mi esposa Lola y mis dos hijos, de los que nunca supe el final horroroso que les deparó la debacle. Nuestra casita de los Alpes, a la orilla de los bosques. El mar cruzado por veleros… Fueron los últimos años felices. Aunque ya se adivinaba el fin. Después vinieron las olas de calor, los huracanes gigantes, las nevadas en Verano, la creciente e imparable polución y las guerras por el agua; y al final, una crisis económica definitiva que produjo la ruina total. En aquella época terrible, te podías morir de hambre junto a un almacén de comestibles, si no tenías dinero… Dinero, esa cosa virtual que no se come, ni se bebe, ni abriga, pero que los especuladores manejaban para afianzar su poder sobre los que producían la verdadera riqueza con su trabajo. Veo la última foto, la de mi despedida, cuando conseguí la plaza de ingeniero en la base espacial de Lanzarote, donde todo era secreto, pero desde donde podría mandar mucho dinero a mi familia… Y por último, ya sin fotos, recuerdo los días de la partida, cuando los señores de las finanzas quisieron marcharse solos a la Luna y fueron descubiertos y expulsados al exterior mortal. Sabíamos que nuestras familias ya habían muerto en Europa y América, y nos marchamos con la misión de perpetuarnos en la Luna y volver un día, nosotros o nuestros nuevos hijos, a “terraformar la Tierra”.

Mis hijas actuales vuelven de la escuela con Adana – qué nombre más apropiado para mí, que me llamo Evo – y yo apago la tablet con mis recuerdos de Gaia.