Al fin lo había conseguido, después de tantos años de investigaciones. Por un lado, había costado mucho tiempo y dinero localizar el gen de la violencia que mueve a muchos humanos a atacar y destruir a sus propios congéneres y que hace posibles las guerras y los asesinatos. Por otro, hubo que diseñar un virus artificial que matase a todos aquellos que tuvieran ese gen asesino excesivamente desarrollado.
Al doctor Kabuki le horrorizaba la muerte violenta. La tenía clavada en los más profundos resquicios de su alma. Y así había sido desde que, siendo un niño, vio morir a su madre y a su hermano, ahogados en una patera en la que su familia intentaba llegar a las costas griegas, huyendo de la Muerte Roja en su tierra siria. Mohamed Kabuki clasificaba la muerte por colores. Para él, la mayor parte de las muertes eran Muerte Negra, que cubre de luto a los familiares del difunto, víctima de la enfermedad o el accidente, siempre prematura. Había una Muerte Blanca, la de los viejos cuya vida ha sido larga y fecunda, y que al final se apagan como una vela acariciada por la brisa; han cumplido su cometido, han vivido hasta el fin y ahora ya no le deben nada a nadie y se marchan tranquilos a descansar tras el largo viaje. Pero había una Muerte Roja, la muerte violenta, la del color de la sangre derramada por la crueldad humana, la muerte de los ajusticiados, de los caídos en batalla, de los asesinados por psicópatas y ladrones sin conciencia, o incluso la de los hambrientos, víctimas de ricos sin escrúpulos cuya ostentosa abundancia se cimenta en la miseria de los desgraciados; y también la de los que mueren por el camino, huyendo de los bombardeos y disparos de una guerra, como le ocurrió a su familia. La imagen de su hermanito muerto en la orilla decidió su futuro de investigador, y ahora podía al fin llevar a cabo su sueño y su venganza.
Salió al jardín de su laboratorio, en la Universidad de Edimburgo, que tantos sabios y benefactores ha dado al mundo. Llevaba con él una caja metálica cerrada herméticamente. No tenía más que abrirla para que el virus letal se esparciera en el aire y comenzara su benéfica labor. El proceso de la enfermedad era muy rápido e indoloro. Al cabo de unas horas, todos aquellos humanos que tuvieran un índice de gen de la violencia superior a determinados límites morirían de repente en una especie de fulminante ataque cerebral. Era así de sencillo. Pronto empezarían a caer todos los asesinos, ladrones, proxenetas, matarifes, dictadores militares, cazadores, toreros, domadores de circo, carceleros, verdugos… y también todos los niños que todavía no habían decidido su destino, pero cuyo gen de la violencia los llevaría, seguramente, a profesiones donde pudieran ejercerla. Mohamed Kabuki había hecho cálculos y sabía que entre un 20 y un 30 por ciento de la humanidad, hombres en su mayoría, habría desaparecido en unos pocos meses. A cambio de esta hecatombe, desaparecería la crueldad para siempre y una nueva humanidad de vegetarianos pacíficos poblaría la Tierra.
El doctor Kabuki introdujo la llave en la cerradura de su caja metálica, aunque por un momento detuvo su acción mientras reflexionaba. Porque si era capaz de asesinar a la cuarta parte de la Humanidad, él también debía ser portador del gen maldito y sería eliminado por el virus. Sin embargo, se dijo, su muerte no sería en vano. Todavía se preguntó cuántas de las futuras víctimas no hubieran sido nunca asesinos, porque en muchas ocasiones la educación, la cultura y la inteligencia reprimen los deseos violentos. Después razonó que si no era portador del gen fatídico no sería capaz de iniciar la pandemia mortal, y si lo era, tampoco la iniciaría, porque ello significaba un suicidio impropio de un ser brutal y egoísta.
El doctor Kabuki nunca llegó a abrir la caja, y nunca supo si lo había evitado por ser demasiado bueno o por ser demasiado mezquino. La Muerte Roja siguió cabalgando sobre la Humanidad y solo se retiraría, muy poco a poco, conforme la cultura fuera impulsando a los violentos hacia la solidaridad.
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