Qué alegría me da cuando cada dos lunes acudo a nuestra tertulia literaria. Aunque el caso es que la primera vez que vine a ella lo hice solo para comer carne humana. Hace ya cuatro años de eso y recuerdo que me encontraba aburrido como un ornitorrinco, durante la presentación de un libro cuyo nombre no recuerdo, en la Sede de la Universidad de Cangurlandia. Mi editor, que se sentaba a mi lado en la mesa presidencial, me dijo por lo bajini, mientras el plúmbeo presentador nos soltaba su rollo: “Oye, Cangurel, ¿te gustaría cenar carne de persona humana?” Y yo, cuya curiosidad gastronómica siempre ha sido insaciable, acepté encantado. Al terminar el insulso acto, nos marchamos a una tertulia literaria que incluía cena. Entonces el grupo se reunía en la Bodega de Cangurolfo, aunque ahora nos reunimos en el lujoso hotel Cangucentrum, donde la cocina es menos exótica pero más artística, selecta y digerible, sobre todo para ser degustada a altas horas de la noche. Porque yo, si me sacan de la herbácea pitanza propia de los canguros, todo me sienta mal si a continuación me acuesto. Y es que los canguros no estamos hechos para comer carne, que ya se sabe que nos produce gases, y después, cuando saltamos por las praderas australianas, un pedo rebelde a medio salto puede provocar un aterrizaje descontrolado y catastrófico. En fin, a mí la carne de persona me supo como la de un koala, pero más grande. Y en el fondo me sentí un tanto culpable, porque pienso que los humanos son unos animalitos muy simpáticos, con su peculiar forma de andar erguidos, su vida familiar y su laboriosidad… aunque a veces hacen gala de una tremenda mala leche, que les viene, seguramente, de su pasado de depredadores grupales. En fin, no sé, pero aunque esta carne provenga de granjas especializadas, no deja de atormentarme la idea de que el pobre ser humano que me estoy comiendo ha debido sufrir bastante al ser sacrificado.  De todos modos, no es lo mismo que cuando nuestro soberano don Cangurón I se marcha a Islandia a cazar personifantes rubios, esos gigantes humanos que viven en libertad en esa isla salvaje; porque, además de las consideraciones éticas, lo hace con el dinero de los contribuyentes. Y no caza para comer, que es una necesidad fisiológica de todo canguro que se precie, sino para divertirse; que vaya diversión debe ser ver cómo un animal de esos cae al suelo perforado por una bala de rifle. En fin, que cuando me presenté en la Tertulia de la Bodega de Cangurolfo quedé gratamente sorprendido por la concurrencia de estupendos canguros y canguras que allí se reunían, y por lo amena e ingeniosa conversación. El lector de los trabajos literarios era el doctor Cangurceda, un cangurazo de vozarrón impresionante, que después me enteré se debía a que fuma más que un carretero australiano. El mantenedor de la sesión era el propietario de la bodega que, curiosamente, no se llamaba Cangurolfo si no Canguvíctor, al que en la actualidad echamos de menos porque se ha ido a lejanas tierras nórdicas, no sé si a comer carne de personifante rubio, como un rey. La presencia femenina me resultó muy estimulante, con abundancia de escritoras y poetisas de gran calidad. Porque a mí lo que me atrae de toda cangura es su ingenio, o sea que me ponen más las cabezas que los marsupios, que conste. Pero, bueno, si se dan las dos circunstancias, pues miel sobre hojuelas, digo yo. En cuanto a los canguros presentes, además de los mencionados, había tipos muy curiosos, como uno que siempre acababa sus historias con desenlaces funestos y macabros, en los que algún canguro o cangura de bien acababa muy mal. Y con el tiempo, se han ido agregando otros eminentes y valiosos tertulianos, tanto masculinos como femeninas, eruditos o viscerales y siempre ingeniosos, que elevan sus cantos a la naturaleza, a la paradoja, a la ciencia ficción, a los más profundos sentimientos y reflexiones, para gozo de sus contertulios. En fin, que lo paso en grande en la tertulia canguresca que me llena de alegría quincenal; aunque debo confesar que yo vine aquí a comer carne de ser humano.