“No tengo ni idea de cuáles son mis raíces” dice mucha gente de hoy, que ni conoce la historia de sus pueblos ni la de sus familias. Pero hubo otros tiempos en que la pureza de sangre, el abolengo o la raza eran primordiales para la promoción social de cada uno; y así les iba a los que no podían valerse de un buen pedigrí. No sé qué situación es peor, sinceramente, porque todo esto de las raíces ha provocado auténticas tragedias. Veamos si no lo que le ocurrió a Walter Kleiber, jefe del campo de concentración de Pathausen.
El comandante Kleiber era un eficiente oficial de las SS, de limpia ascendencia aria. Repasando su árbol genealógico hasta la duodécima generación no aparecía en él una sola gota de sangre semita. Su padre fue general en la Guerra Europea, donde se había distinguido en varias batallas en las que mandó a muchos jóvenes germanos a morir por el Kaiser. Su abuelo paterno, químico, fue el inventor de los gases asfixiantes. Y su bisabuelo, marino, comandaba un velero que hacía tráfico de esclavos entre África y América del Norte. Por parte de madre, su abuelo Otto fue un reputado fabricante de armas, que exportaba a todo el mundo. De hecho, en todas las guerras de los siglos XIX y XX hubo víctimas de los fusiles fabricados en las factorías de la familia. Otros antepasados habían sido fiscales, funcionarios de prisiones, clérigos calvinistas y hasta algún ministro. Pero, desde luego, ninguno de ellos fue judío ni miembro de ninguna otra raza que no fuese la Aria más pura. Walter Kleiber estaba orgulloso de sus raíces.
Pero aquel día nefasto, cuando acudió al hospital militar de Berlín a visitar a su padre agonizante, éste le confió un terrible secreto que no le dejaba morirse en paz.
-Walter, hijo mío, he de decirte algo… Yo no soy tu padre biológico. Y aunque madre y yo te hemos querido siempre como nuestro único hijo, en realidad fuiste adoptado de entre los niños del Hospicio de Berlín. Pero debes jurarme que nunca intentarás localizar a tus verdaderos padres… ¡Júramelo! – y, tras oír la promesa del sorprendido Walter, el viejo expiró con una beatífica sonrisa bajo sus blancos bigotes enhiestos.
A pesar del juramento hecho a su padre, Walter no pudo vencer la tentación de averiguar sus verdaderas raíces. Su destacado puesto en las SS le facilitó el camino; y ese mismo día tuvo en sus manos el registro del orfanato, donde aparecía el nombre de la madre biológica, muerta como consecuencia del parto: Sara Benchetrit, sirvienta de 16 años, que había declarado que el padre era desconocido, aunque a la hora de la muerte confesó que su amante secreto era el hijo de su patrón, un joven llamado Salomón Cohen, menor de edad, cuyo progenitor no quiso hacerse cargo del bebé. Al comandante de las SS se le pusieron los pelos de punta al leer los apellidos de los implicados, todos ellos hebreos. Y visto el expediente político del tal Salomón Cohen, resultó ser, efectivamente, un judío muerto en su mismo campo de Pathausen en 1942.
Walter se trajo de Berlín todos los papeles relacionados con sus auténticas raíces y se encerró en su despacho, nada más llegar a su puesto. Su rostro permanecía inexpresivo, pétreo, forzado a ocultar la tempestad que bullía en el interior de su cerebro, donde su conciencia aria chocaba con sus neuronas semitas. Quemó en la chimenea todos los documentos comprometedores y se cuadró ante el espejo de cuerpo entero, donde habitualmente comprobaba el aspecto de su atuendo. Alzando el brazo derecho en impecable saludo nazi, gritó con toda la fuerza de sus pulmones:
-¡Heil, Hitler!
Después depositó su pistola Luger sobre la mesa y se fue desnudando lentamente. Cuando terminó de quitarse el uniforme y la ropa interior, contempló su aspecto desvalido y, por primera vez, reparó en su nariz aguileña y su cabello oscuro. Apoyó el cañón de su pistola en la sien y murmuró con voz impregnada de un profundo rencor:
-Un judío menos.
Y apretó el gatillo.
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