Fructuoso Pomata había nacido en la Isla de Tabarca, aunque a los diez años su padre lo mandó a Alicante para que cursara el bachillerato; después, decidido a proseguir sus estudios, hizo varios lucrativos viajes en un velero de Torrevieja que transportaba sal al Golfo de Guinea, donde cambiaba su preciado cargamento por otro, mucho más valioso, de esclavos negros para los ingenios azucareros de Cuba, y regresaba a casa repleto de sacos de azúcar y considerables ganancias. Y así, con el dinero ganado, pudo costearse en Cádiz sus estudios superiores y regresar al fin a su querida isla, como responsable del faro.
María, la “Poma”, era la verdulera y frutera de la isla y tenía el negocio en su domicilio. Estaba casada con Hércules Manzanaro, el pescador más bestia de Tabarca, un gigantón peludo y beodo que llevaba mal sus estancias en tierra, en las que siempre acababa borracho y dándole palizas a su hermosa mujer. Tenían un hijo llamado Pepet.
El farero y la frutera mantenían un romance secreto desde hacía varios años, y habían establecido un código de señales para que Fructuoso supiera cuándo su amada estaba disponible, y su esposo embarcado. En el alfeizar de la ventana de su cocina, que daba al campo y quedaba a la vista de la torre del faro, María colocaba una manzana roja, si el marido estaba en casa, y verde si se había ido al mar. Y el farero, con su catalejo marino, veía la señal y acudía a la cita erótica.
Aquella fatídica mañana,  Pomata enfocó su anteojo, con mirada ansiosa.
-Una manzana verde – se dijo -. No hay moros en la costa.
Y salió corriendo hacia el pueblo. A esas horas, Pepet debía estar ya en la escuela, así que, sin tomar mayores precauciones, se introdujo por la ventana entreabierta y se dirigió al dormitorio, mientras iba quitándose la ropa por el pasillo.
En la oscuridad del cuarto tanteó un cuerpo durmiente y se introdujo, ya en pelota, bajo las sábanas, apretando su bajo vientre contra la otra carne desnuda, antes de darse cuenta de que aquella masa enorme no podía ser la de María. El cuerpo gigantesco de Manzanaro, con todos sus pelos y su desagradable tufo a vino rancio, pilló a Fructuoso desprevenido, por lo que no pudo evitar el primer puñetazo. Después ambos hombres salieron al pasillo, donde se cruzaron con la aterrada frutera, y acabaron sobre el banco de la cocina, donde el tremendo pescador agarró el cuello del farero con intención de estrangularlo; y lo hubiera conseguido si María, en ese momento, no hubiese clavado un enorme cuchillo de cocina en el costado de su esposo.
-¡Remátalo, remátalo o él nos matará a los dos! – ordenó ella con una rara frialdad, y el amante sacó el cuchillo del flanco del gigantón y estuvo dándole puñaladas hasta quedar exhausto. Así que cuando acudieron los vecinos a las voces de la “Poma”, encontraron a Hércules agonizante y a Fructuoso con un cuchillo en la mano, ambos desnudos y cubiertos de sangre, junto a una mujer que no sabía explicar lo sucedido.
El magistrado de la Audiencia de Alicante, don Salomón Manzano, condenó al farero a morir a garrote vil. María tuvo que marcharse de la isla, huyendo de las burlas, y acabó en Cartagena, unos dicen que de puta y otros de monja. El niño Pepet, ajeno a la tragedia, quedó al cuidado de su abuela, y nunca supo que había sido el desencadenante del terrible suceso cuando, ese día, antes de marchar a la escuela, había visto una manzana en el alfeizar de la ventana y se la comió; y después, por temor al castigo materno, cogió otra de un saco de la frutería y la dejó en el mismo lugar. Algunos años más tarde, un médico militar dictaminaría que el recluta José Manzanaro era daltónico.
Y contaba el verdugo de Madrid que, cuando acudió a la cárcel de Alicante para ajusticiar a un farero que había matado a un vecino a cuchilladas, el reo, en lugar de ocuparse de su alma, no paraba de recitar una extraña letanía: “En la ventana, la verde manzana. En la ventana, la verde manzana…”