Cada tarde, a la hora de la siesta, la deliciosa música de un piano, tocado por manos expertas, entraba por la ventana de mi habitación desde el patio central, procedente de un ático sobre mi vivienda. La delicadeza de las piezas escogidas por quien ejercía de pianista delataba una sensibilidad que, sin duda, me desveló su identidad. Como el resto de la casa, el piso superior era compartido por dos viviendas: la izquierda, ocupada por una chica sola, delgada, rubia, pálida y de mirada soñadora; y la derecha, donde vivía una familia formada por un tipo grande, basto, peludo y cejijunto, de mirada torva y gesto desagradable, su esposa gorda de cara inexpresiva y un niño canijo e hiperactivo que se pasaba los días en un colegio de enseñanza especial, del que solo regresaba a la hora de la cena. La chica rubia, cuyo nombre era Elisenda, para colmo de circunstancias románticas, me tenía trastornado. Me la imaginaba ante un impresionante piano de cola, vestida con un atuendo vaporoso, la larga cabellera blonda adornada con florecillas silvestres y pulsando las teclas con movimientos elegantes, mientras su rostro bellísimo sonreía dulcemente con los ojos cerrados. Poco a poco, conforme oía una y otra vez la música de Elisenda, me fui enamorando locamente de ella. Cada vez que compartíamos el ascensor, me moría de ganas de confesarle mi pasión; pero siempre he sido un timorato, y el miedo a un desaire suyo paralizaba mi ánimo. Ella me sonreía con una cierta cortesía circunspecta cada vez que le dedicada una mirada que, seguro, le revelaba mis ansias. Y yo esperaba un gesto, una señal suya que me animase. Pero esa señal no llegaba y yo desesperaba de amor.

Hubiera dado cualquier cosa por poder verla interpretar su música; aunque fuera en secreto, a través del ojo de una cerradura y privándome del placer de aplaudirla con entusiasmo al finalizar. Pedí a la portera la llave de la azotea con la excusa de tender unas sábanas demasiado grandes para el tendedero de la galería de mi cocina. Y aquel día, después de comer, subí con sigilo las escaleras hasta la puerta que daba al exterior. Cuando salí, bajo un cielo cubierto de nubes grises que amenazaban lluvia, comprobé con alegría que me podía asomar al patio central desde un pretil que me permitiría espiar las ventanas interiores de las dos viviendas. Tras una de la derecha, el hombre peludo y la mujer gorda comían un abundante almuerzo. Ella cotorreaba una cháchara insulsa, que su esposo respondía con gruñidos mientras masticaba ruidosamente. Aparté la vista con disgusto y la dirigí a la izquierda, a la ventana de una salita de la casa de Elisenda, donde no se veía ningún piano, sino un televisor digital de los más grandes. Las dos viviendas tenían otras ventanas que daban al patio, pero estaban cerradas.

Esperé, sufriendo las gotitas que esporádicamente golpeaban mi espalda, quizá anunciando un inminente aguacero. Y en eso, mi musa apareció en su salita. Vestía una holgada camiseta de colorines y un short vaquero. Se sentó en un sofá, ante el aparato de televisión, con el mando a distancia en una mano y una enorme bolsa de palomitas de maíz en la otra, y se puso a ver un programa de cotilleos y chismes frívolos.

Entonces, la música del piano empezó a sonar en el patio central. Venía de una ventana del piso vecino, que alguien acababa de abrir. Elisenda, visiblemente disgustada por el sonido, cerró sus postigos y dejé de verla; mientras detrás de la otra ventana pude admirar, con estupor, al hombre grande y peludo tocando un piano vertical muy viejo, del que salían las notas maravillosas de todas las tardes. Sus manazas se volvían delicadas y suaves al contacto con las teclas, y su mirada denotaba un éxtasis inimaginable en un sujeto de su tosca apariencia. Su obesa esposa se le acercó por detrás y puso en su frente un beso cariñoso…

Empezó a diluviar cuando yo, acurrucado detrás del pretil, lloraba desconsoladamente, y mis lágrimas rivalizaron con las gotas de lluvia en mis mejillas.