Si alguien me pidiera que evocase una imagen paradigmática de la sensualidad, lo tendría muy fácil. Para mí, la sensualidad en persona es Angelina Jolie. Sé que hay mujeres más exuberantes, más… apetitosas. Esas serían las macizas, las buenorras, las despampanantes, pródigas en curvas mórbidas y demás invitaciones orgánicas al sexo puro y duro. Angelina, sin embargo, es otra cosa. Sus ojos magnéticos, sus labios desbordantes, sus pómulos perfectos, pero sobre todo el uso que sabe hacer de ellos, la convierten en una hembra obsesionante y dominadora, capaz de fagocitar la voluntad del más poderoso de los machos. Además, uno sospecha que tras ese rostro turbador reina una personalidad todavía más fascinante. Angelina, en fin, solo tiene un defecto: es hija del insufrible Jon Voight; pero de eso ella no tiene la culpa. Por nadie que pase.
Digo todo esto porque anoche soñé con la sensual Angelina. Yo estaba sumido en mi recurrente pesadilla del laberinto. Sería cuestión de que un buen psicólogo -no uno de esos charlatanes freudianos que tanto abundan y tan poco valen- descifrase el significado de este mal sueño habitual que me llena de angustia. Siempre ocurre en el seno de un enorme y oscuro edificio en construcción, repleto de andamios, montones de ladrillos y sacos de cemento que perturban el libre tránsito por sus habitaciones y pasillos a medio terminar, entre grises estructuras de hormigón que reciben a duras penas las mortecinas luces de una ciudad durmiente. Escaleras truncadas, pozos de ascensor sin protección y tabiques inoportunos me impiden la salida al exterior, a una calle nocturna y solitaria por la que podría regresar a mi casa y a mi cama, donde concluyese de dormir en paz. Y mi agonía crece y mi corazón se acelera hasta encabritarse de pánico. Quiero despertar, pero no puedo porque para volver en mí tendría que estar en la cama y no en medio de este maldito inmueble del que no sé salir.
Anoche me debatía en esa atmósfera terrorífica, cuando, recortada contra la penumbra, una silueta humana se interpuso en mi camino. Nunca hasta entonces había soñado con otras personas en mi laberinto. Nunca antes una presencia extraña me había sobresaltado así. De hecho, siempre supuse que el laberinto estaba dentro de mi cabeza y que nadie podía acceder a él sino yo. Por eso me detuve y forcé la vista para distinguir los rasgos del intruso. En ese instante, las lejanas luces de un automóvil que circulaba por alguna calle vecina iluminaron su rostro… ¡Era nada menos que Angelina Jolie! La misma Angelina Jolie de las películas; la mujer más sensual e impresionante que podría imaginar o soñar. Vestía un amplio mono de albañil, solo ceñido a su cintura, de modo que su silueta corporal apenas se insinuaba bajo la basta tela azul, manchada de cal y cemento. Pero eso no le robaba atractivo, ni mucho menos sensualidad. Porque la sensualidad de Angelina no está en su cuerpo, como ya he dicho, sino en su rostro, en su personalidad envolvente. Dirigió hacia mí su mirada magnética y me sonrió con sus labios gruesos, casi inconcebibles…
-Sígueme – me dijo y comenzó a caminar delante de mí.
Yo la seguía atónito. Incluso viéndola de espaldas adivinaba su mirada increíble y su sonrisa enigmática. Fui tras ella por escaleras y pasillos inmersos en el ambiente irreal, descolorido y crepuscular propio de un sueño.
Y de pronto me vi en la puerta de la calle.
Angelina se volvió hacia mí y me congeló con la mirada, a la vez que me hacía arder con una sonrisa donde la ironía y el misterio me encogían el ánimo.
-Ya puedes volver a tu casa – susurró, y se retiró a un lado.
Yo salí al exterior. Estaba amaneciendo y las primeras claridades se insinuaban más allá de la ventana de mi dormitorio. Me giré para agradecer a Angelina que me hubiera sacado de la pesadilla, pero detrás de mí solo estaba la almohada.
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