Pudo haber sido todo tan grande y tan hermoso.

Pudo la vida haberme dado tanto, y dí tan poco.

Pude haberme subido a la cuadriga tantas veces,

cuando pasó por delante de mi puerta.

Pude haber escalado el balcón de Julieta

en alguna hermosa noche de amor y de lujuria,  

y amar así, y morir gloriosamente,

y ser inmortal por un instante eterno.

Pero me quedé sentado en mi silla de enea,

bajo el porche de mi casa enjalbegada,

por miedo al tiempo y al espacio,

por miedo al escándalo y al dolor,

pero, sobre todo,

por miedo a las decepciones, los fracasos y los ridículos,

pensando que mañana vendrían otras ocasiones

más correctas, menos arriesgadas.

Y olvidé, o nunca aprendí, que

SIEMPRE ES AHORA.

Y ahora, en este ahora de hoy,

todavía sentado en mi silla de enea,

bajo el porche de mi casa enjalbegada,

me lamento de un pasado que no fue,

de un futuro que jamás llegaría a ser

y de una vida malgastada en recuerdos y alarmadas prevenciones,

desdeñosa del presente,

equivocada sobre la auténtica realidad del devenir.

Y me grito a mí mismo: ¡Estúpido! ¿A qué esperas?

La gloria de hoy es intransferible.

Nada ocurre en el pasado, nada pasa en el mañana.

Vive hoy o prolonga para siempre tu letargo,

emulando al geranio bien regado en su maceta,

bajo tu porche, en tu sillita de enea, arropando a tu ego cobarde,

por los años, por los siglos, por las eras que nada significan.

Vive hoy, te digo, o prívate de ti mismo.

¡Vive! Vive ya. Porque

SIEMPRE ES AHORA.