En el barrio todos nos conocíamos. Yo era allí un niño feliz. Jugaba en la plaza con otros muchachos, a la sombra de unos árboles frondosos bajo los que se amparaban los bancos de hierro y madera donde los viejos se contaban batallitas de una guerra lejana. A su alrededor, los comercios, modestos y fiables, acompañaban a la pequeña iglesita blanca coronada por una espadaña con su campanita de agudos sones. Don Fadrique era el párroco, amigo de todos, fueran o no sus feligreses. Enfrente estaba la sucursal de la Caja de Ahorros, con sus estirados empleados que venían a trabajar desde el centro, y se marchaban en el autobús azul, sin mirar ni saludar a nadie. Eran los únicos extraños que acudían al barrio a trabajar. Los vecinos, por el contrario, solían marchar fuera de él a sus quehaceres cotidianos; los hombres a la cercana fábrica de repuestos industriales y las mujeres, en el autobús, a servir a algunos señoritos de la ciudad, como chachas o cocineras, o a las fábricas de tejidos. La escuela de niños y la contigua de niñas eran regentadas por don Rosendo y doña Finita, que estaban casados y ocupaban la modesta vivienda del piso superior del inmueble, detrás de la iglesia. La frutería de la señora Pepita, gorda, chistosa y amable, era parada obligatoria de la pandilla a la que la dueña obsequiaba con alguna manzana, melocotón o cualquier otra fruta y unos caramelos. En el taller de Tancredo “el Manitas”, donde se reparaban muebles, aparatos eléctricos y utensilios de cualquier clase, nos abastecíamos de listones y clavos con los que nos fabricábamos espadas y fusiles para nuestras imaginarias batallas en lo que llamábamos “El Campo”, unos solares abandonados, poblados de malas yerbas, que separaban el barrio de la ciudad, lejana y misteriosa.

Un día vinieron unos obreros con picos, palas y una espectacular maquinaria pesada con la que empezaron a excavar un enorme agujero en el centro de la plaza, que fue nuestra distracción por unos meses. Don Rosendo nos informó, orgulloso, que el barrio iba a tener parada de metro. Y a partir de entonces, los empleados de la Caja y las mujeres que trabajaban en la ciudad ya no utilizaron más el autobús azul, sino que bajaban las misteriosas escaleras, por las que los domingos descendíamos también nosotros, con nuestros padres y hermanos, en busca de emociones capitalinas.

Poco a poco, la ciudad fue acercándose al barrio y las torres de cemento y cristal nos arrebataron el campo de nuestros belicosos juegos. Más tarde, se inauguró muy cerca un centro comercial y la señora Pepita cerró su frutería. La gente compró coches y  televisores, y se acostumbró a tirar las cosas viejas, y Tancredo se marchó a trabajar a otra ciudad. Don Fadrique se murió y don Rosendo y doña Finita se jubilaron, y la iglesia, la escuela y otras casas del barrio, fueron derribadas para construir unos enormes bloques de viviendas en cuyos bajos se instaló un nuevo y moderno templo, que solo abría los domingos, cuando venía a decir misa un cura joven que tocaba la guitarra. Yo ya me había hecho mayor, me había casado con la mujer de mis sueños y tenía dos hijos varones. Y el barrio fue cambiando conmigo hasta hacernos irreconocibles, el barrio y yo. Pasó mi vida, como un tren a toda velocidad por un andén desierto. Mi amadísima mujer falleció y mis hijos se fueron a Barcelona, y yo me quedé solo y jubilado, con los restos de mi barrio donde ya no conocía a casi nadie.

Hoy la plaza ya no tiene árboles, sino marquesinas metálicas, y en su centro han puesto un adefesio abstracto de hierro oxidado que nadie sabe qué representa. Mi vieja casa de planta baja sobrevive sola entre torres de cemento llenas de gente extraña. No quise venderla a la constructora, aunque me ofrecían una fortuna, y ha quedado como último testimonio de un barrio del que solo queda el nombre en su parada de metro.

Los domingos acudo a la nueva iglesia y le rezo a un Dios que no sé si existe, y le pido que, si hay un cielo para la buena gente, me devuelva allí mi viejo barrio para que pueda vivir en él, con los míos, por toda la Eternidad.