El reloj marcaba las 22h. Parecía que el mundo se había olvidado de existir. Las calles estaban solas y todos se escondían de una de las últimas noches de invierno. El único ápice de vida estaba dentro de ese bar.

Pedro había acordado quedar a las 10:30 y el mejor de sus consejos le dijo llegar temprano.

– Buenas noches, – saludó el camarero.

– Buenas noches, señor ¿Para cenar o para tomar algo?

– Para tomar algo, seremos dos.

El camarero le llevó a la mesa de esquina que parecía incómoda, pero probó ser la más privada.

– ¿Qué le sirvo?

– Un tinto, por favor.

El reloj caminó 20 minutos y su bebida ya estaba a la mitad. En ese momento, Pedro notó el posible malentendido que una copa media llena podía dar, así que pidió al camarero que la rellenase.

Pedro esperó y su dedo se deslizó sobre el eje del cristal. Estaba tan frío que le recordó del sudor nervioso en sus manos. En la medida que las manecillas del reloj giraban, los segundos se arrastraban uno tras otro en un letargo tan exasperante que le hizo dudar de los motivos que le animaron a invitarle. Poco ayudó el camarero que se paseaba con una mirada prejuiciosa disfrazada con una sonrisa. Consideró la posibilidad de cancelar al último minuto porque las heridas apenas habían echado su costra. Instintivamente, bebió un poco más y observó de reojo el calendario.

Había pasado mucho tiempo desde la última vez. Era necesario hablar. Quizás ese descanso había sido lo suficiente para desenredar los nudos y desatascar las emociones.

– No, te quedas.

– ¿Perdón? – inquirió el camarero.

– Hablaba solo.

El reloj había pasado la hora y el alcohol finalmente bajó hasta donde no debía. Se replanteó su estrategia y antes de que pudiese alzar la mano, el invitado llegó. Llegó con el invierno arremolinándose a su alrededor que nadie notó. La habitación perdió el oxígeno o quizás se saturó de ello. Su boca se llenó de un sabor a esperanza con desilusión que se le deslizó desde la punta de la lengua hasta el fondo de su garganta.

– Perdona, había más tráfico del que esperaba.

– No te preocupes, llegué hace poco, – dijo Pedro con incredulidad.

El camarero solo arqueó su ceja derecha.

El saludo fue neutral como debía serlo. Otra cosa podía abrir dudas y sospechas de las que ya merodeaban.

– Buenas noches, ¿qué le puedo ofrecer? – preguntó el camarero.

– Buenas noches, una Coca Cola Cero, por fa.

Despachado el camarero, le sonrió a Pedro.

– Y bien, ¿qué te cuentas?

– Un par de cosillas, – respondió Pedro con calma.

– ¿Planes?

– Viajes que quiero hacer.

– Ya vi que has andado paseando por ahí.

Pedro sonrió con picardía, algo que no hacía hace unos meses.

– Pues los vuelos estaban a buen precio y no quería esperar.

La sonrisa de picardía se dibujó desde el otro lado.

– Así vi ¿te lo pasaste bien?

– Sí, realmente me sorprendió, – respondió con astucia.

Por los siguientes minutos, Pedro contó el contenido curado que había ensayado.

La conversación gravitó por los temas seguros: los viajes, los monumentos y la comida. Se habló de todo y de todo se habló nada, hasta que el tema aterrizó como una mosca en la mesa.

– ¿Qué tal lo llevas ahora?

Pedro no sabía si había buena intención dentro de la pregunta o si era simplemente parte del protocolo.

– Mejor, todavía con dolor, pero al menos ya he podido retomar las cosas con más naturalidad.

– ¿Naturalidad?

– Si, los niños pueden ser muy observadores.

Y el invitado se echó a reír.

– No te rías que es verdad.

– Mejor que pretender lo contrario ¿no?

Como era su costumbre, su invitado caminaba hábilmente sobre la conversación con un lenguaje de compunción que revivió por un momento efímero ese anhelo de sanar corazones rotos con nuevas oportunidades.

– Creo que tienes la razón, – resolvió Pedro, – ¿Y dime, tú saliste o te quedaste por la ciudad?

Naturalmente, esa pregunta procedía como la mejor manera de proseguir y extender la velada. Después de todo, Pedro quería saberlo para poder contrastar con su propio viaje. La respuesta le hizo sentir animado, pero cinco minutos después se arrepentiría. Había activado una bomba sin saberlo; ahora ésta iba a detonar y no había manera de saber cuál cable había que cortar.

– No, al principio quería quedarme, pero al final decidimos dar una vuelta.

¡Bum!

– Ah, has viajado con amigos y eso.

No hubo respuesta solo un silencio que lo dijo todo. El silenció permeó la conversación y dibujó en la cara del invitado la pena de confesión y el alivio del desliz.

– ¿Tan pronto? –  preguntó Pablo con voz trémula.

– Ocurrió sin planificarlo.

¡Mentira! Gritó por dentro. Sintió el tirón de sus vendas, sus apósitos y cada punto que con tanto esfuerzo había cosido para cerrarse las heridas. Sintió como las lágrimas se le comenzaban a rebalsar de los ojos mientras la mosca caía muerta sobre la mesa.

Nuevamente, hubo silencio, esta vez, más pesado.

– Creo que es mejor que me vaya, – musitó Pedro

Dejó un billete de 10 sobre la mesa y se abrigó rápidamente.

– Oye, espera, te llevó a casa.

– Toma, – y Pedro le dio un regalo.

– ¿Esto qué es?

– Te gustan los imanes ¿no?

– Sí, pero…

Pedro no se entretuvo.

– No te vayas así; deja que te acerqué, – rogó su invitado, – son como 20 minutos y es tarde.

Pedro dio la media vuelta y clavó su mirada hasta el fondo.

– Si me subo a ese coche habrá un accidente.

Sin más que decir, caminó a casa. Se marchó con el viento silbando sobre sus hombros y revoloteando entre sus pasos. Se marchó con los brazos cruzados y dejó que la noche le helara la vida un poco más, lo suficiente para que entumeciese su piel y pudiese recoser las heridas sin anestesia.  

Al llegar a su casa, se metió a su habitación y notó que tenía las manos congeladas y la mirada seca. No había llorado. Sus ojos estaban arenosos. Era como si la furia de la traición le había tragado el dolor mismo y a la vez llenado todos los vacios rotos.

El día siguiente, le sorprendió haber podido dormir. No a su sorpresa, su teléfono estaba lleno de mensajes que pedían simpatía y comprensión, de ruegos para poder hablar, y por una oportunidad para recontar la historia y redibujar al villano como héroe. Les ignoró. Sus sentimientos habían cambiado. ¿Había tocado fondo? Podía ser y si no lo fuera tampoco importaba.

Los mensajes continuaron hasta que finalmente decidió ponerles un punto y aparte.

– Te respondo luego, – escribió.

Envió el mensaje y maquinó su respuesta. Se pasó el resto del día tomando nota de lo que sería el siguiente párrafo, el cual sería de su autoría: frío, pausado, con calma y con buen son.

Eran las 22h y el día se había acabado. Había redactado el mensaje final con mayor facilidad de la que esperaba. Incluyó cada letra que sus labios se habían rehusado a pronunciar, cada palabra que su mirada rechazaba subrayar, y cada línea que su corazón le rogaba no decir.

Finalmente, envió el mensaje. Las heridas le escocían, la sangre le brotaba y los músculos le enflaquecían. Había luchado hasta el último round, pero el último golpe, el final, el del triunfo, había sido suyo.

El reloj daba las 10:20 y se pidió la primera bebida de un nuevo día.