-Nino, despierta que ya es hora, gritaba su madre.

Era la costumbre de todas las mañanas y todas las mañanas ocurría lo mismo. Nino, de apenas 7 años, despertaba a las 4 de la mañana para comenzar a preparar los bollos dulces que debía de vender ese mismo día.
Su trabajo consistía en alistar la masa, moldearla en pequeñas bolas, y asegurarse de que la manta para cubrirlas estuviese limpia y seca. Las señoras de los barrios no se confiaban de la higiene de las vendedoras y de niños como Nino; era imprescindible que la manta estuviese limpia. Al principio, su madre lavaba las mantas todas las noches, pero con los problemas de artritis, él se hizo cargo. Pero él no se quejaba, él solo bajaba la cabeza y sonreía tímidamente.

-Hijo, ponme la radio, por favor, – solicitó su madre.

Eran las cinco de la mañana y era la hora del “Café de la Capital”, un programa de radio muy popular en los barrios marginales de la ciudad. En vista que el tendido de cables era deficiente, las compañías de telecomunicación no llevaban su servicio hasta la zona, con lo cual los vecinos contaban con la radio para ponerse al día y planificar por si llovía. Sí, la lluvia que todo lo limpia también todo lo arrastra. La casa de Nino estaba ubicada en una colonia improvisada a los costados de un cerro lo que hacía de la vivienda vulnerable a la lluvia torrencial.
Mientras su madre preparaba los bollos con “Café de la Capital”, él se metía a un destartalado baño y se duchaba con el agua helada depositada en un cuenco. Detestaba el agua fría porque lo hacía temblar de manera descontrolada, pero era eso o ir a la escuela sucio. Otra humillación en el descanso por la mugre que cubría su cuello era inaceptable.Mami, ya estoy listo.
Su mochila azul, un regalo de una ONG extranjera, estaba recargada de libros y cuadernos. En su mano izquierda llevaba una bolsa de plástico de algún supermercado donde había metido un plato improvisado con una tortilla de maíz, alubias en puré, y arroz. La escuela le daría un vaso con agua a la hora de la comida y eso le debería de bastar.

Vamos, – ordenó su madre.
Juntos, caminaban por el sendero de tierra que serpenteaba desde su casa hasta la calle principal, al pie del cerro. Era necesario ir lento, por supuesto, ya que la preciosa carga de bollos perfectamente acomodada en la canasta proponía un malabarismo de trabajo.

-A ver, hijito, repite las tablas.

-3 por 3, 9; 3 por 4, 12…
Y así se les pasaba el tiempo hasta que llegaban al mercado un poco antes de las seis y media de la mañana. A estas horas las cordialidades eran cortas y dulces – los clientes estaban por llegar. Nino se despedía de su señora madre y se iba caminando a la escuela.

-4 por 5, 20; ay la del cuatro es muy fácil, mejor la del seis. 6 por 1, seis.

Nino no se quejaba de su vida, no se le daba bien hacerlo. Su vida era una rutina que le adormitaba y le hacía gravitar de hora en hora. De hecho, la vida misma le daba poco chance para pensar, así que no se preocupaba por ello. Entre las madrugadas con el producto, el camino a la escuela y su interminable horario, y las ventas, Nino no tenía cabeza para más.

-Nino, por favor, recuerda de revisar las multiplicaciones del 12 para mañana.

-Sí, profesora.
Debía apresurarse, su madre o alguien estaría esperándole para entregarle las bolsas de bollos que él debía ir a revender a la Avenida Comercial. Metió todos los cuadernos en la mochila azul y salió disparado de sus clases. Si la memoria no le fallaba, como pocas veces lo hacía, tendría unos 10 a 15 minutos para llegar al mercado y recoger la mercadería antes de que cerrase. Su madre había sido clara que el mercado cerraba a las 3 de la tarde.
Nino corría entre la muchedumbre esquivando a las señoras; solo se detenía para ver a los niños jugar en la Plaza Central y aún esto no lo entretenía mucho. Aferró su mochila a su espalda y siguió su camino.

-Aquí esta, está preparado, – le dijo el panadero.

-Gracias, Don Ramón.

-Toma, sobró esto, para ti.
Nino simplemente hizo un pequeño gesto de ternura y aceptó el regalo. Tomó la caja lo mejor que pudo y se la montó sobre su cabeza. A estas horas ya no tenía prisa, podía caminar con tranquilidad y disfrutar del pan en el camino. Eran esos pequeños actos de solidaridad y cariño los que le dibujaban una sonrisa en su cara.
El mercado no estaba tan lejos de la Avenida Comercial, pero Nino tenía que tener cuidado ya que debía de encontrar un buen lugar en una intersección y así aprovechar cuando los coches se detenían.

-¿A cuánto la bolsa, niño?

-A 30, – respondía.
El conductor no decía más; eso quiere decir que no le interesaba. Nino, entonces, regresaba a su lugar a seguir trabajando en sus estudios. Debía aprovechar ya que en su casa había problemas con el tendido de luz eléctrica, así que, como solo le quedaban dos bolsas por vender utilizaría las luces amarillentas del tendido público para terminar sus deberes. Él se enorgullecía de la buena vista que tenía y esta le servía para maravillarse en un mundo en el que él podía lanzar poderosos rayos de sus ojos y salvar el día de los malos.

Nino no se quejaba: él solo sonreía con las pocas cartas que la vida le había dado para que se la jugará. Ese era su retrato, el niño que vendía panadería en la Avenida Comercial. Nadie lo conocía por su nombre, pero su distorsionada imagen de esfuerzo en medio de la miseria era bastante popular, tan popular, que había sido aplaudido por muchas personas que poco sabían de todo lo que él hacía.