Kenya había tenido un par de semanas de trabajo extenuante con un jefe que la tenía al borde de una crisis de nervios.

Entre tanto, Samuel venía comenzando con su nuevo trabajo como distribuidor de paquetes, en lo que sería su cuarto empleo en lo que iba del año.

Con las nóminas ingresadas y el lunes de festivo, ambos decidieron que se merecían un poco de celebración ese fin de semana.

Kenya era una joven de un barrio trabajador. Sus padres se habían mudado a la ciudad en búsqueda de un trabajo que les diese un mejor futuro. En cambio, Samuel vivía con sus padres y su hermano en un barrio de clase media, con las comodidades necesarias y ajenos a las carencias.

Kenya llevaba semanas sin ver a sus amigos porque se había pasado las últimas dos cuidando de su madre, una aseadora que había caído enferma con una infección. Su padre era un carpintero de 55 años que se quejaba de un dolor de espalda sin principio o fin, de manera que no podía cuidar de su mujer, pero ese fin de semana le pidió a su hija que se tomase un descanso y saliese.

  • Papi, no diga tonterías, que usted no va cuidar de mi mamá.
  • Oye, seré viejo, pero no inútil. Anda, que de la cena me encargo yo.
  • En serio, papi, no me molesta quedarme en casa.
  • Mi vida, hazle caso a tu viejo; ya mañana cuidas de tu mamá.

Samuel por su parte, ya había acordado verse con sus amigos desde el día anterior. Su papá era un contador público y su mamá pasaba en la casa. Ella mantenía el hogar en orden y el mundo en movimiento. Samuel, simplemente se ocupaba de mantenerse entretenido.

  • Hijo, ¿sales hoy? – preguntó

Samuel estaba recostado sobre su cama jugando videojuegos sin la menor paciencia de entretener las curiosidades de su madre.

A su silencio, su madre entró a la habitación sin tocar.

  • Mamá, ¿puedes tocar, por favor?
  • ¿Vas a salir? – volvió a preguntar.

Samuel se puso de pie y la observó con cara de reproche.

  • Sí.
  • Tu papá y yo iremos a cenar más tarde.
  • Traigan comida, – ordenó Samuel para luego sacarla de su habitación.

Mientras tanto, Kenya rebuscaba en su armario la mejor prenda para su noche. Tenía la falda, las medias, y los zapatos escogidos, ahora solo le quedaba encontrar el top perfecto. Corrió al patio y tomó la prenda que tenía en mente y se la restregó contra su mejilla.

  • ¡Perfecto!
  • La plancha ya está caliente, Kenya, – dijo su madre.

Samuel por su parte, se había quedado dormido jugando sus videojuegos. Sus padres le dejaron una nota en la puerta de la entrada pidiéndole regresar temprano a casa. Su mamá había dejado una canasta de ropa doblada junto a tres perchas con tres camisas bien planchadas. Media hora después, salió del baño dejando una sauna por detrás, tomó una de las camisas de su percha y se arregló sin prisas. Sus amigos ya le habían dejado mensajes, pero como él era el del coche, ellos tendrían que esperar.

A las 20:20, Kenya entraba al bar. Se disculpó por el retraso y enseguida, con una enorme sonrisa, se lanzó con los brazos abiertos a sus amigas. Kenya era muy cercana a sus amistades. Sabía que las amistades eran joyas para toda la vida y hacía lo imposible por cuidar de ellas. En son de brindis, Kenya tomó la copa y brindó por la salud de todos.

Eran las 21:20 y Samuel iba por su tercera cerveza. No sabía el motivo, pero se encontraba de mal humor, algo que sus amigos avisaron. Tomó su cerveza y se sentó intentando maquillar su mal genio con más alcohol.

A unos pocos metros de su mesa, Kenya estaba bailando con sus amigas. La música sonaba fuerte, pero a los oídos contentos de Kenya, eso no le importaba. Necesitaba desconectar y por una vez, pasarla bien sin pensar en las responsabilidades.  

Samuel, ya en su quinta cerveza, se había relajado. Su círculo de amigos se congregó alrededor de una mesa y de vez en cuando se ponían de pie para ir a bailar con la primera mujer sola que encontraban.

Kenya y sus amigas se quitaron los zapatos para bailar más cómodas mientras que Samuel y los suyos salieron al balcón para fumar. Eran casi las dos de la mañana y la policía entraría muy pronto a cerrar el bar.

  • Samu, ¿puedes conducir?
  • ¿Me ves cara de borracho?
  • No, pero si quieres yo conduzco y de tu casa me voy caminando a la mía que queda cerca.

Samuel le ignoró y siguió fumando. Mientras Kenya salió abrazada de sus amigas. Claramente ebria y bastante contenta, buscó bajar con cuidado.

  • Mira, esperemos a que se nos baje un poco y luego nos vamos – sugirió una.

Todas asintieron y buscaron donde sentarse. Kenya la había pasado bien, pero reconoció que se había pasado con el alcohol.

Mientras tanto, la policía ya estaba en pleno operativo para desalojar el resto de bares y multar al primer imprudente. Era bien conocido que ésta buscaba dar multas y ganarse un poco de dinero extra. Nadie los culpaba, pero tampoco se agradecía. De repente, uno se acercó al grupo de Kenya.

  • Tarjeta de identidad, por favor.

 Kenya levantó su cabeza para ver si era con ella.

  • Tarjeta de identidad, – ordenó.
  • ¿He hecho algo? – cuestionó Kenya.
  • Su identidad.

Molestas, sus amigas se pusieron de pie para ver qué ocurría. 

Al otro lado del local, Samuel se montó en su coche sin antes fumar otro cigarrillo. Solo había quedado un amigo de su grupo.

  • Dame un momento Samu, que debo mear, – dijo uno.
  • Cuidado con el coche, – le advirtió. Su amigo se acercó a una esquina oscura y exhaló sonoramente su alivio.

En cambio, las amigas de Kenya estaban intentando evitar que el oficial la arrestase.

  • ¿Cuál escándalo? Señor oficial, solo estamos esperando en la fila para montarnos al taxi, – explicó Kenya mientras éste tiraba de ella hacia su patrulla.

Como precaución, una de sus amistades, abogada recién graduada, entregó su teléfono a Kenya y le pidió que llamase apenas entrase a la comisaria. Kenya, más molesta que borracha, tomó el teléfono y entró a la patrulla.  
Samuel pasó de lado de la patrulla y al avanzar un poco, lanzó el cigarrillo y salió disparado a toda velocidad sin el menor pudor. Solo quería llegar a casa y comer algo en su cama. 

A las seis de la mañana y el padre de Kenya despertó y notó que su hija no había entrado. Alarmado, salió a la calle con la ligera esperanza de encontrarla. Al no verla, sus pensamientos se revolvieron uno en contra del otro. Entró a su casa y esperó a que su mujer se levantase.

Eran las 8 de la mañana y Miriam, la amiga abogada, había tocado el timbre de la casa.

  • ¿Está contigo? – preguntó el papá

Eran las 11 de la mañana y la noticia comenzaba a rondar las redes sociales. Una joven farmacéutica había sido encontrada muerta en la estación policial.