Eran las 4:45 de la mañana. Como ya era su costumbre, Lily se había despertado minutos antes que su alarma gritase los buenos días por cada rincón de la casa. Sus hijas debían de despertar una hora después con lo cual tenía suficiente tiempo para ducharse, preparar la comida, y caminar a su trabajo.

Se sentó sobre su cama, ordenó un poco sus pensamientos y recitó la oración de todas las mañanas: una larga lista de agradecimientos. Daba las gracias por su trabajo, por su buena salud, por el buen comportamiento de sus niñas, y por la estabilidad. Lily se había hecho la costumbre de dar gracias por todo y así evitar la queja. Es que la vida no era amable con mujeres como ella: madres solteras y trabajadoras, y para el caso de Lily, la queja sería un gran alivio, pero uno superficial.

La mañana era tan callada que se podía escuchar la respiración profunda de sus niñas. A esas horas el frío calaba más y hacía las mantas más pesadas. Como siempre, terminó su oración y con el sueño prendido de sus hombros, entró al baño. Suspiró como quien sabe lo que se viene y de inmediato entró bajo el agua fría que le despertó cada uno de sus músculos que se contrajeron en un abrir y cerrar de ojos. Jamás se acostumbraría a ello. Seca y bien despierta, caminó hacía su habitación para comenzar a arreglarse.  

Taconeada y lista, comenzó a tocarle la puerta a sus retoños para que se comenzasen a despertar. El agua caliente estaría hirviendo en 10 minutos y no se podía desperdiciar. Mientras una entraba al baño, la otra desayunaba y ella cocinaba en un proceso de relojería fina que llevaba menos de una hora.

– Buenos días, mamá.

– Buenos días, Liliana.

– Buenos días, mami.

– Buenos días Lisandra.

A diferencia de ella, sus hijas habían dormido bien ya que ella se había pasado la noche haciendo números para ajustar las cuentas y comprar cosas que hacían falta en la casa. Desde el divorcio de dos años atrás, el dinero había escaseado. Nunca había faltado algo, pero el malabarismo financiero se había convertido en un ejercicio de todos los meses y temía que alguna crisis hiciese saltar todos sus platos girantes por los aires.

– Bueno niñas, a lavarse bien esos dientes, que vamos con el tiempo justo.

Las niñas hicieron como se les dijo y a los minutos ya iban en fila india hasta llegar al centro educativo. Una por una, se fueron despidiendo de Lily con un beso en la mejilla y los buenos deseos para el resto del día.

– ¿Mamá?

– Dime Liliana.

– ¿Podemos ir a la casa de Alegra a jugar?

– ¡Si! ¡Por fa! – rogó Lisandra.

Alegra era una compañera de clase de Liliana y amiga de Lisandra. Era la hija única de un matrimonio relativamente joven. Se llevaba bien con sus hijas, pero sus padres arrugaban la cara cuando Lily las iba a recoger y Lily conocía muy bien la razón.

– Lo siento Liliana, quizás a la próxima.

Su hija se encogió de hombros y bajó la mirada. Ante ello, Lily carraspeó y Liliana se enderezó.

Pese a su apariencia de mujer de hierro, Lily resentía las miradas y el cuchicheo del resto. Para evitar problemas a sus hijas, se reservaba los comentarios y simplemente sonreía por cortesía. Era su reacción y su respuesta. Si los hombres cruzaban la calle para no tener que saludarla, si las señoras sacaban sus abanicos para no mirarle a la cara y esconder su chisme, si la religión la señalaba, y si su propia familia se avergonzaba de ella porque ella decidió dejar de aguantar vituperios y abusos de su marido, ella respondería con una sonrisa amable. Se rehusaba a avergonzarse por sus decisiones.

La vida no pagaba por tener vergüenza y esta no pagaba las facturas, así que Lily trabajaba como asistente de cocina por las mañanas y luego planchaba los trajes de abogados que una amiga lavandera le pasaba para ganarse algo extra. Era una vida agotadora, pero ella daba las gracias. Agradecía por el dolor de muñecas, por los pies cansados, por las rodillas que le flaqueaban y por cada achaque que le recordaba que al menos estaba saliendo adelante sola. Mientras sus hijas estuviesen bien, ella daría las gracias, de buena o mala gana.

Ya a las 3 de la tarde, Lily caminó con el estómago vacío a recoger a las niñas y a pasar por la lavandería a ver si había algo por planchar.

– Mamá, ¿me ayudarás con los deberes de mate? –  preguntó Lisandra.

– Ya lo vemos.  

– Pero primero me ayudas con lo de ciencias, por fa, – dijo Liliana.

– También lo veremos.

– Mamita, ¿estás bien? Te veo cansadita.  

– ¡Eso no se dice! – reprendió Liliana.

– ¿Cansada? Nah, estoy bien, – reparó Lily.

Las niñas caminaron un par de segundos por delante de ella hasta que Lisandra se regresó y le abrazó por la cintura.

– Estás bien porque eres super mamá, – dijo Lisandra.

Liliana las quedó viendo y carraspeó con fuerza. Entre risas, su madre y su hermana se enderezaron.

– Así está mejor, – dictó Liliana.

Super mamá, pensó. Definitivamente no lo era. Había momentos en los que solo se quería encerrar en su habitación y odiar al mundo por no dejarla disfrutar de una pizca de dignidad tras su divorcio. Los últimos meses habían sido difíciles y todo pintaba a que el resto del año sería igual. Sin embargo, ese abrazo tan inocente de su menor cegó las miradas, calló los comentarios, y le blindó de los malos deseos de ese día. Ese abrazo, le recordó que por dura que fuera la vida, ella podía encontrar motivos para dar las gracias y seguir adelante.

Flanqueada por sus niñas, Lily y sus hijas se tomaron toda la acera y obligaron al resto a caminar a su alrededor. Ignoraba si ellas estaban conscientes de lo que se decía, que una familia de mujeres sin una figura paterna era una familia de pecado. Lo ignoraba y así lo prefería. Su familia ocupaba todo el espacio que necesitaba y eso la llenaba. Ella daba la batalla todos los días por sus hijas y el camino a casa bajo el atardecer del sol le saludaba por ello.