Quién va a creer que amamos a nuestros hijos si no grabamos un vídeo pasando la tarde con ellos en el parque. Es absolutamente imposible, en un mundo civilizado, en una sociedad ideal, que los demás entiendan que nuestra vida es privilegiada y ordenada. No podrán hacerlo si no encadenamos treinta y seis vídeos diarios de nuestras rutinas cotidianas y los colgamos en la red. Cómo podrían comprender los demás que adoramos a nuestra abuela si no protagonizamos un vídeo dedicándole una hermosa felicitación de cumpleaños y lo brindamos después a través de internet. A nuestra abuela, que jamás encontrará esa acaramelada felicitación.
Exhibimos un vídeo pasando una escoba, regando una maceta o friendo un huevo, como si hubiéramos inventado la rueda y urgiese compartir semejante hazaña con el resto de la humanidad. Inmortalizamos escenas habituales de todo tipo, algunas en tiempo real, como castigo, dando rigurosa fe de innumerables y portentosas actividades: en el teatro, aplaudiendo; en la cafetería, sumergiendo la galleta en el café; en el mercado, sorprendiéndonos al descubrir decenas de manjares; en el vestíbulo de la consulta del dentista, deseándonos suerte; a la salida del dentista, celebrando que seguimos vivos; en el bar, minutos después de salir del dentista; de camino a casa una hora después de la cita con el dentista; en la cola del supermercado o en el concierto del sábado, mostrándonos fascinados; en la boda de nuestra mejor amiga, pero no se la ve a ella, sino a nosotros, sinceramente emocionados; en la cima del monte, pronunciando frases conmovedoras; en el retrete, atareados. «Ayer me lavé el pelo, ¿no me crees? Tengo un vídeo.»
Existe un terror nocturno y espeluznante, la acechante y permanente amenaza de un horror abominable que nos encoge secretamente el corazón: podría suceder, Dios se apiade de nosotros, que los demás sospecharan que no somos felices. El único modo infalible de combatir esta nefasta tragedia es adornar continuamente nuestros vídeos con radiantes sonrisas. Solo puede conjurarse semejante maldición inundando de fingida alegría nuestras grabaciones. Todo merece acompañarse con una luminosa y forzada carcajada: el café a solas en casa, la basura recién bajada, la mañana del domingo en el pueblo de la cuñada, el bocadillo de calamares, la chaqueta nueva de la niña, la libreta recién comprada en la tienda china, la puesta de sol, el santo de la suegra. Todo es inmenso alborozo en el clip, todo son incontenibles ganas de vivir.
Qué importa si leo un libro o no. Lo que importa es que los demás vean en un vídeo cómo paso las páginas, con qué atención dedico mis estudiadas miradas, qué favorable se muestra esa tacita de té junto al volumen, cómo asiento gravemente con la cabeza, señal reveladora e inequívoca de que estoy enriqueciéndome con la sabiduría que emanan esos párrafos profundos. Cómo sonrío enigmáticamente —yo, protagonista— al acariciar el lomo del libro. Lo que realmente importa, por encima de todo, es retransmitir la vida. Y enmascarar a toda costa el vacío de una existencia vulgar e insatisfactoria.
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