La Historia se escribe mejor si se deja pasar un tiempo prudencial. Se transcribe todo con más tino, con más acierto y con mejores y rizadas mayúsculas si se observan los hechos con calmosa perspectiva. Se aconseja encarecidamente esperar siempre a que baje la inflamación social antes de aporrear el folio con el bolígrafo. No se puede hablar de los estragos de la tormenta hasta que no escampa. Aguarde usted unos minutos, antes de hincar el diente analítico, a que se enfríe la tentadora croqueta.
Lo interesante, la verdadera carne de estudio, lo que despierta realmente la admiración y alimenta nuestra sorpresa, es observar con detenimiento la reacción del público, el posicionamiento férreo con respecto a los actores de esta comedia de trapos por lavar. El personal punto de vista, la interpretación subjetiva. Si la pelota entró o no entró, según el juicio de cada uno. En concreto, nos sobrecoge la defensa tan grupal y encarnizada de la masa embutida en el chándal. Y afirmamos sin temor a equivocarnos: dime con quién te posicionas y te diré quién eres.
Más allá de evaluar un producto adolescente y enlatado, un esperpento musical de rápido consumo —de inmediato desecho—, que no nos compete en absoluto, nosotros colocamos la lupa en la ruidosa polvareda que levantaron alborotadamente las hordas. En un mundo donde ya no se estima el intelecto —con franqueza: ni se estima ni se sabe ya muy bien qué es o para qué sirve—, donde se ensalza religiosamente la foto de un borrico con rostro vagamente exultante en cualquier tugurio de moda; en una sociedad que se vanagloria de fomentar rabiosamente el analfabetismo, de perseguir el más pobre hedonismo, no debiera causarnos ningún asombro que se jalee el comportamiento irresponsable y patético de la madre de unos niños, de la madre ensoberbecida que airea pormenorizadamente los bochornosos asuntos relativos a su alcoba y a su dolorosa cornamenta, con estrepitoso y sonrojante despecho, en el grasiento patio de luces de la opinión pública.
Si usted, como nosotros, se ha preguntado alguna vez para qué sirven la educación y la cultura, aquí tiene una respuesta: para afrontar estos lances con elegancia, madurez y mesura, sin agitar frente a los demás —frente a los hijos, que más tarde lo imitarán— los escombros del amor propio. Entre personas que leen, por resumir con trazo bastante grueso, estas cosas no habrían pasado. Infidelidad, lágrimas y decepción discreta en la intimidad, y a pasar página, de la vida y del libro. El cuerno, bien mirado, pule y da esplendor, el cuerno embellece el espíritu y robustece la coraza. Se yergue la cabeza, pues, y se sigue avanzando, aun a trompicones, por el sendero de la dignidad. En ocasiones, la persona en quien depositamos todo nuestro amor y nuestra confianza nos traiciona del modo más despreciable: la vida embiste con crueldad, la vida zarandea con fuerza y nos desmonta el sombrajo, qué duda cabe, pero encajar la derrota con inteligencia nos define como personas, nos fortalece, y nos protege también del más espantoso ridículo.