Es una aspiración recurrente, es un deseo secreto, un anhelo envuelto en pudor que escondemos siempre a los demás, un afán irracional que jamás confesaríamos. La pretensión de convertirnos en superhéroes, en héroes domésticos que realizan hazañas sobrenaturales y cotidianas. Es, en fin, el apogeo de la más patética imaginación. ¿Cómo revelar a nuestros amigos tal fantasía? ¿Cómo comunicar a nuestra pareja que a menudo soñamos despiertos con tales proezas? ¿Cuál sería el instante oportuno? ¿La hora de la cena, mientras contemplamos inertes la pantalla del televisor? ¿En tanto que arrastramos el dedito sobre el cristal del teléfono, abandonados estúpidamente en los rincones del sofá? A nuestra pareja, juez implacable, que censura severamente incluso nuestra costumbre de bajar la basura en pijama. ¿Cómo confesarle, pues, nuestra ansia de atesorar superpoderes? No es en absoluto descabellado anticipar su sonrisita ribeteada de desprecio, los bufidos, sus ojos en blanco, la mueca odiosa, el desvío interesado de la conversación hacia cosas importantes, urgentes, realistas, como ordenar el trastero o decidir el regalo de su madre.
Transformarse a voluntad en un superhéroe anónimo, cuando la ocasión lo requiera, posee ventajas infinitas. En esos tan habituales momentos en que un desalmado hace sonar el claxon, interrumpiendo nuestra lectura, qué bonito sería enfundarse un traje negro y brincar desde la ventana con esbelta pose, y aterrizar de un zapatazo sobre el vehículo, haciendo estallar los cristales, y sacar al conductor a mamporrazos por la ventanilla, y sacudirle alegres trompazos como a una estera. En esos lances desdichados en que tan precioso resultaría contar con un dinerillo extra, qué magnífico sería ocultarse tras un antifaz azul turquí y despedir de sendos guantazos a los vigilantes de la porra, y reventar la cámara acorazada del banco de un papirotazo, y guardar en un saquito unos manojos de tersos billetes: ah, quién no merece estrenar un cochecito nuevo, con la de horas que pasa uno doblando servilletas y rascando la plancha, esparciendo los añicos de su alma por el suelo embaldosado del comedor. Qué hermoso sería embutirse en unas mallas púrpura y adornarse con una capita encarnada, y ascender los cielos con un gracioso bucle en la frente, y aparecer, como por arte de magia, en el balcón de la Patri, y recibir de sus labios sorprendidos el más dulce beso y de sus manos la más amorosa caricia. Y arrebatar luego sin ningún temor, de las pezuñas del marido, la escopeta con que nos apunta.
Sin embargo, lejos de esta puerilidad, cuántos verdaderos superhéroes existen alrededor de nosotros en el mundo real, tan discretos, tan inadvertidos entre el ruido y la insaciable necedad de la multitud. Qué admirable poder el de esa persona que ha logrado sonreír al fin tras la muerte del ser querido, o el de ese amigo incondicional que nos ayuda a cerrar las heridas, o el de aquella madre que, no teniendo ya para sí misma un motivo de alegría, siembra el día a día de su hijo con infinitas muestras de inmenso cariño.
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