Dicen los tontos —entre los cuales servidor se incluye como socio preferente, con elevado orgullo— que con tanta tecnología hemos dejado de ser felices. Y puede que estos tontos, bien mirado, de tontos no tengan ni un pelo. Existen hoy graciosos utensilios de toda índole que nos facilitan la vida, o, dicho de otro modo, que evitan que nosotros tengamos que bajar al barro para ocuparnos de esas cosas tan rudimentarias, tan nuestras, tan necesarias. Que a día de hoy todavía debamos salir de la cama para acudir al cuarto de baño es un estúpido y fastidioso anacronismo que, a no tardar demasiado, la tecnología remediará. Por qué seguir alimentándonos de forma tradicional cuando algún invento futuro y deseable podrá sustituir el plato y la cuchara por cualquier aberración moderna y deslumbrante. Verdaderamente, hay que ser palurdo y reaccionario para perder tres cuartos de hora en el engorro de sentarse a la mesa a comer, cuando podría ir uno por ahí tan contento, tan libre, tan desembarazado, con una mochilita a la espalda y una sonda metida por el culo.

Hoy, pasar la escoba es cosa de imbéciles. Si no se dispone de un robotito de limpieza, no se tiene dignidad ni elegancia. Se han dado casos pintorescos en que un individuo ha tardado más en retirar las sillas, en levantar las cortinas y en proteger las esquinas del aparador, que en pasar fácilmente la escoba. Pero qué bonito queda, cómo luce el robotito en las fotos de Instagram. Qué grata sensación la de pertenecer a la élite, a las clases acomodadas, a la divina vanguardia, esa impresión catártica de hallarse uno paladeando las mieles de una vida colorida y fausta. A qué meter un disco para escuchar música, como hacíamos antes en nuestros tiempos zafios, cuando se puede pegar un grito al altavoz redondo de las lucecitas. Se nos saltan las lágrimas, se nos encoge el corazón cuando vemos a un miserable agarrando una fregona: hay que ser pobre y atrasado.

La tecnología nos permite hoy contemplar la vida que nos rodea con un realismo y una definición impensables hace pocos años. En realidad, cada vez vivimos menos —instalados como borregos en rediles, aprisionados tristemente en asépticas burbujas, aislados del mundo palpable—, pero qué calidad de imagen, nene, qué nivel de detalle, qué torrente de píxeles: le sueltan a un infeliz tres guantazos en Puertollano y nosotros, a través de una pantallita, en riguroso tiempo real, lo estamos viendo escupir los dientes en Full HD. Si parece que hasta nos salpica la sangre. El cine de terror dio un salto cualitativo con la llegada de las nuevas ecografías. De haber visto alguna, Lovecraft habría pasado cuatro noches en vela, castañeteándole los dientes, con los pelos de punta.

Ahora, gracias a los modernos relojitos de pulsera, uno conoce exactamente, con asombrosa precisión, cómo le funcionan por dentro las tripas, cómo le anda el corazón, cuánta grasa quema después de caminar cien pasos y cuántas veces ha levantado el culo del asiento en la última media hora. Con estas nuevas y flamantes pulseritas, hoy puede uno saber de antemano qué día va a morir, y si será martes o jueves, a mediodía o antes de sentarse a cenar, y si le habrá dado tiempo o no a pagar la puñetera cuota de autónomos.