La niña mira a cámara, sonríe con gracia. Ha nacido modelo. Tiene un no sé qué, tiene algo, un destello peculiar en los ojos. Pero no lo dice únicamente la madre, también lo sugieren la abuela y una prima hermana. Ésta nos retira. Lo lleva en la sangre. ¿En qué sangre?, se pregunta el quisquilloso sentido común. Silencio, no sea usted impertinente, no sea usted intolerante.
En las exquisitas redes sociales, a poco que se escarbe con distraído ahínco, con entusiastas e imaginarios pico y pala, puede hallarse un porcentaje disparado y asombroso de talento y radiantes dosis de habilidad. Pepitas gordas de oro. En el programa más infame de la televisión —valga la redundancia—, desfilan sólidos y sórdidos artistas de todo. Se pisotea el pudor ruidosamente y con alegría, se arroja confeti. Minutos de gloria por doquier, pero qué gloria, amigo mío. Pata negra. Torpemente pintada de un tono oscuro y falaz que enseguida destiñe, pero negra, al fin y al cabo.
Hoy, cualquiera es un brillante experto en todo, un sesudo conocedor del espíritu humano. Hemos pasado del bar de la esquina a la vaporosa nube interconectada, pero el ingenio sigue ahí, el dardo afilado de la perspicacia se mantiene incólume. Se arreglan los problemas del mundo —nada ha cambiado— mientras se eleva la copita de sol y sombra, mientras se edita ahora el story. Nos ha tocado transitar una época sin parangón: es esta, atienda bien, la democracia del estrellato. Si tiene usted la bondad de prestar atención, observará embebecido que a su alrededor se ha encumbrado artísticamente todo el mundo: fotógrafos, novelistas, actores, músicos, bailarines, poetas… Ayer no sabían hacer la o con un canuto, hoy tampoco, pero ahora son personas acariciadas por la varita de la más sublime pericia. De dónde habrá aflorado tanta destreza de golpe. A borbotones brota este torrente de súbita maestría. Llama singularmente la atención la numerosa aparición de filósofos. Nos bombardean cotidianamente en la red —gracias a Dios por estos vitales apoyos— con sonrojantes frases en gruesa tipografía sobre fondos coloridos, con lamentable sintaxis y un profundo desprecio —una honda ignorancia— por la puntuación y las tildes: «La amistad es un caramelo de menta», «Riega tu camino con dulce amor»… Escasean las bolsas para vomitar, no le da tiempo a uno a hacer bastante acopio.
Hoy, el más tonto hace relojes, o, por mejor decir y adaptar la sentencia a estos rutilantes tiempos: el más tonto publica un libro. Se han dado casos en que una persona ha llegado a tener tres cuñados escritores. Las editoriales de la coedición, es decir, las infames copisterías bajo pedido —que vienen a ser como el principio del fin de la literatura, o de las migajas que de ella restaban— están sembrando las calles, y las estanterías familiares, especialmente, de verdadera materia fecal. Si usted, que no ha leído ni las instrucciones de la aspiradora, no publica dos trilogías al año, es porque no le da la santa gana.
Cultura a raudales de andar por casa en calzoncillos, con la goma floja. Talento el que yo te diga. Nutridas legiones de artistas de grasienta pacotilla. Mucho ruido, compadre, y ninguna nuez. Ninguna.
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