Cuando Jorge Edwards llegó a Cuba, en diciembre de 1970,  como encargado de negocios por parte del gobierno chileno del socialista Salvador Allende,  el primer ministro cubano lamentó que en vez de un diplomático y escritor no le hubieran mandado en su lugar a un líder obrero proletario. Eso fue lo que le confesó Fidel Castro al mismo Edwards en una de su conversaciones de medianoche, a las que el dictador era aficionado.
Edwards venía de un país que  comenzaba a realizar el experimento inédito de una “revolución en libertad, con sabor a empanada y vino tinto”, como solía definirla el líder socialista chileno, que había alcanzado el triunfo electoral contra todo pronóstico, tras varios intentos a lo largo de décadas en las que se sucedieron gobiernos conservadores y de centro derecha, como los de Jorge Alessandri y Eduardo Frei. Esta revolución incruenta y por medio de las urnas no convencía a Fidel, al menos no como una vía sino como un acercamiento estratégico hacia el poder total de los “soviets”, mediante la lucha armada en un enfrentamiento que él creía inevitable.
Los tropiezos del enviado de Allende al “primer territorio libre de América” (como rezaba la propaganda marxista de entonces) fueron muchos   y variados, desde que pisó Cuba sin agasajos protocolarios y malvivió en una habitación de hotel y luego en una casa ruinosa en las afueras de La Habana. En todo ese tiempo, el escritor y diplomático -que había sido designado para cumplir funciones más burocráticas que políticas- se sintió estrechamente vigilado. Las razones eran que Edwards había sido invitado años antes , en 1968, a un encuentro de escritores en La Habana, en el que había conocido a la elite de la intelectualidad cubana, ahora en tela de juicio y objetivo sospechoso de la inteligencia del régimen, es decir del “policial socialismo” instalado ya en las altas esferas del estado cubano.

UNA FAMILIA INMORTAL
Las reflexiones y experiencias cubanas de Edwards están en un documento testimonial titulado Persona non grata, que es para Mario Vargas Llosa “el gran libro de Edwards” (Opinión, 2 de abril de 2023 , El País) en el obituario del que fuera su amigo y compañero de correrías del “boom” , donde hace una semblanza tras su fallecimiento en Madrid . El escritor chileno había escogido España, una vez más, para autoexiliarse. Los motivos para este segundo exilio (el primero fue en Barcelona) fueron esta vez no los estrictamente políticos, aunque algo puede haber tenido que ver su apoyo al presidente chileno Sebastián Piñera, de filiación derechista y antiguo seguidor de Pinochet en sus años mozos. La intelectualidad chilena nunca se fio de la adhesión a Allende de Edwards pero en su desconfianza había, sin duda, un resquemor no solo por su origen de clase sino por su erudición, su amplia cultura adquirida en su vida cosmopolita, tan diferente al provincianismo imperante en as letras criollas.
En Chile, llamarse Edwards no es cualquier cosa. Esa antigua familia de inmigrantes británicos ha dado al país ricos empresarios y terratenientes,(entre ellos el dueño del consorcio periodístico mayor del país, el todopoderoso El Mercurio) pero también escritores, como el tío de Jorge Edwards, Joaquín Edwards Bello, al cual dedicó una de sus novelas. Un Edwards,, hermano de aquel pariente escritor algo alocado y oveja negra o “inútil de la familia” había antecedido a Jorge Edwards en el ejercicio de la diplomacia en Cuba. Algunos de los empleados y sirvientes de aquella época, anterior a la Revolución, se hacían cruces al ver llegar a otro Edwards ocupando su lugar y se decían que “los Eguar eran inmortales”.
Tal vez el pertenecer a esta rancia burguesía chilena era un baldón para Jorge Edwards, una marca infamante que le persiguió toda su vida, a pesar de que estuvo siempre cerca de los partidos de izquierda de su país y demostró su talante progresista en numerosas  situaciones y ocasiones desde muy joven. Su defensa de esta condición de “intelectual comprometido” la hizo frente a las acusaciones de Castro, que lo consideraba hostil a la Revolución Cubana y a la naciente evolución chilena, de la que era representante. Lo cierto es que Edwards nunca fue un marxista o comunista de carné y cuotas al día, sino más bien un liberal progresista y así lo demostró en su estancia en Cuba y en su posterior respuesta por medio de ese libro, que ya es un clásico de las letras de la literatura latinoamericana.
Leí Persona non grata en su primerísima edición, publicada por Barral editores , a fines de diciembre de 1973, o sea tres meses y algunos días después que el golpe de estado de Pinochet derrocara el gobierno socialista y Allende se disparara en el palacio presidencial con la metralleta regalo de su amigo Fidel Castro. La obra era objeto entonces de una doble censura, por una parte de la izquierda chilena e internacional y por otra, por la propia Junta Militar que quemaba libros sospechosos de autores ligados a esa izquierda y perseguía a sus lectores. Mi estantería se vació por ese motivo y volúmenes autografiados por Neruda a mi padre, amigo suyo, tuvieron que ocultarse y hélas, desaparecer para siempre. A medio siglo ya de esa publicación de Persona non grata , del cual se han venido imprimiendo sucesivas ediciones, (las posteriores con interesantes notas al pie de página antes censuradas) sigue teniendo el mismo interés y vigencia que entonces, debido a que como dicen los creyentes de la Biblia, “tenía razón”. El régimen tiránico del policial socialismo de Castro aparece al desnudo y como decía Shakespeare, sobre César,  el mal que Castro y los líderes del policial socialismo cubano hicieron les sobrevive, causando un indescriptible padecimiento al pueblo cubano que decían liberar.
Sin embargo, el éxito de esta obra de no ficción no debe hacer olvidar la tan valiosa publicada por él a lo largo de su vida. Edwards destacó no solo como novelista en El peso de la noche o El origen del mundo, entre tantas otras obras de ficción , sino que también fue un brillante ensayista y crítico literario. La lista de galardones literarios recibidos es suficientemente larga como para reseñarla aquí, pero solo recordaremos el Premio Nacional de Literatura de su país, en 1994 y el Premio Cervantes , en 1999.Posiblemente le faltó el Nobel, pero no habrá sido por falta de méritos, sino tal vez porque los hados nunca quisieron favorecerlo y fue combatido y estigmatizado por tirios y troyanos. Tal vez ese era el destino y la consecuencia de su inquebrantable fe en la democracia y la justicia, más allá de los credos religiosos o políticos.
Jorge Edwards era un “gentleman”, no solo por su actitud vital y sus maneras, incluso por su apariencia, siempre elegante y sobrio aún con indumentaria casual o tweed inglés. Así pude verlo, cuando hace algunos años fui a una charla suya en un centro cultural de Alicante. El escritor había cumplido ya los 84 años, pero su mente se mantenía intacta, recordando episodios de la bohemia literaria chilena que me recordaban a mi padre, que participaba en ella. En un momento del diálogo abierto con los asistentes al acto, Edwards, al oír mi nombre, me preguntó si era familia de su amigo Claudio , el poeta de Valparaíso. Cuando lo supo, comentó que era natural que a su edad se encontrara con los hijos o nietos de sus amistades literarias en cualquier rincón del planeta. Dirigiéndose a mí me dedicó un dudoso cumplido, que tomamos ambos con humor: “Te pareces mucho a tu papá, solo que más gordo”. Casi le replico que él no se parecía nada a sus ilustres ancestros familiares, sino más bien a Michel Eyquem de Montaigne, protagonista de La muerte de Montaigne, publicada en España en 2011. Porque Edwards , más que un caballero inglés era, como el francés,  un escritor libre, enclaustrado en su torreón y del que solo salía para combatir a los dragones del absolutismo y aconsejar a soberanos en medio de bandos enfrentados y necesitados de su sabiduría. Edwards murió lejos de su Chile, donde aún lo recuerdan algunos amigos que le admiraban por su calidad humana y su talento. Pero también porque era un gran escritor.