Yo no sé muy bien para qué se leen libros de viajes, quizás de la misma manera que se leen los diarios personales, como apuntaba en un artículo anterior. Puede que viajemos de esa guisa por interpósita persona, vicariamente. Sin duda, sale más barato así y más cómodo en estos tiempos en que para el camino necesitaríamos algo más que la consabida manta, es decir certificados de inmunidad, documentación varia y mucho, mucho dinero, además de paciencia para aguantar colas, esperas y , con mala fortuna, hasta cancelaciones de vuelos.
Lo cierto es que la gente los lee, los busca y yo confieso que soy uno de ellos. Por eso, y porque el nombre del autor me otorgaba ciertas garantías, escogí La frontera invisible. Un viaje a Oriente, de Javier Reverte. Había leído ya algunos de sus títulos del viajero, periodista y escritor (El sueño de África, Canta Irlanda, Un verano chino) y había disfrutado con ellos, especialmente con el de su expedición a las tierras de los grandes poetas y escritores de la gran rama celta-gaélica.
Reverte falleció en 2020 y La frontera invisible, editada y publicada por sus herederos, es su obra póstuma. Recoge un itinerario que va desde Turquía, pasando por Irán, a los Emiratos árabes, o sea lo que se conoce vulgarmente como el Oriente próximo. El mismo que recorrieron en el pasado otros grandes viajeros , a los que Reverte cita constantemente a lo largo de sus más de 300 páginas. Son ellos el francés Pierre Loti (1850-1923), cultor del exotismo literario, Vita Sackville-West, personaje controvertido y cercana a la escritora Woolf y el grupo Bloomsbury que viajó por Oriente, y el madrileño Ruy González de Clavijo (embajador del Rey de España en el S. XV en tierras turcas y persas) , entre otros tantos que aparecen aportando testimonios de diversos momentos históricos de ese territorio mítico y asolado por guerras y tiranos crueles.
Reverte nos anuncia desde el prólogo una definición del territorio objeto de su última exploración por carretera, ferrocarril, ferry y avión como “una región cuyo nombre resuena a inmensidad, ancianos imperios, guerras estremecedoras, ejércitos perdidos, ciudades enterradas, , religiones muertas, viejas lenguas enmudecidas, ; también a progromos y genocidios, sanguinarios sultanes , guerreros feroces y reyes belicosos, y junto a todo ello, a sensualidad, aventura y poesía”. Suena bien, y el lector espera que al menos uno de esos atractivos elementos narrativos se cuele entre las páginas y nos haga volar o rodar por las carreteras de lugares ignotos, al menos con la imaginación.
Reverte lo consigue en parte, en su relato de la vieja Constantinopla. Se apoya en antiguos viajeros, huéspedes del imperio otomano por algún tiempo como el periodista español Julio Camba, que llegó a la gran ciudad turca como corresponsal a principios de los años 20 del siglo pasado y acabó varado y sin fondos de sus editores, a consecuencia de la mordacidad de sus escritos, en los que comparaba el sebo inmundo que le quitaron en los baños turcos con el catolicismo. Tampoco quedó muy bien con sus anfitriones, de los que dijo que eran compasivos con los animales ( no entendían la tauromaquia y mantenían a los perros asilvestrados poblando sus calles, pero asesinaban a otros pueblos, como los armenios). Igualmente cáustico se muestra Hemingway en sus notas sobre Estambul : “Si llueve, todo se torna cenagoso, las aceras son tan estrechas que todos deben andar por las calzadas, que son como ríos. No hay más que dos grandes calles y el resto son callejuelas”. Loti, más romántico, dejó páginas de gran lirismo y admiración por la belleza irreal de la ciudad a orillas del Bósforo. “Oh, Estambul. De todos los nombres que me fascinan, éste es el más mágico (…). Ninguna capital es tan diversa en sí misma, ni sobre todo tan cambiante de hora en hora, con los aspectos del cielo, con el viento o las nubes en este clima de veranos ardientes y de admirable luz, pero que en contra tiene los inviernos ensombrecidos, lluvia, mantos de nieve lanzados de golpe sobre los millares de tejados negros (…). Tan pronto se pronuncia, una visión se esboza delante de mí (…) y se perfila algo gigantesco, la incomparable silueta de la ciudad”.
En su momento, disfruté de la lectura de “Estambul, ciudad y recuerdos”, el libro autobiográfico que el Nobel turco Orham Pamuk dedicó a su ciudad natal.
Pamuk cuenta su vida desde la infancia hasta el final de su juventud en la ciudad que, sin duda, es su amor más profundo. Parte de este amor se le contagia al lector que como yo, sin haber estado jamás a orillas de ese Bósforo que abraza a una ciudad mítica y monumental, he sentido el escalofrío de su fascinación nostálgica. Bien sé que cuesta amar a una ciudad, aunque yo he amado a algunas en las que he vivido, París, Barcelona, Valparaíso. Hay que recorrer sus calles sintiendo el pulso y el aliento de sus gentes, sufrirlas a veces, beberlas paso a paso, contemplarlas plano a plano. Pero Estambul es claramente distinta, nos dice Pamuk: “Al contrario que en las grandes ciudades occidentales que han formado parte de los grandes imperios hundidos, en Estambul los monumentos históricos no son cosas que se protejan como si estuvieran en un museo, que se expongan, ni de las que se presuma con orgullo. Simplemente, se vive entre ellos”. No es una ciudad feliz, nos advierte, en ella flota como la niebla sobre el gran río que la cruza, una cierta amargura. Este sentimiento indefinible que los turcos llaman “Hüzun”, podría provenir de su propia historia, llena de palacios, harenes, jenízaros y ruinas, ese exotismo que forjaron escritores extranjeros, sobre todo franceses, que visitaron la ciudad creando una imagen universal. Creo que nunca iré a Estambul, pese a las recomendaciones de una familiar que ha ido varias veces desde Chile, atraída por la arquitectura y el estilo de vida que ha respirado en sus calles. “Estambul es un canto a los sentidos”, me dijo, “te envuelves en la música y el lenguaje de sus maravillosos mercados, sientes en la boca el sabor de las rosas al probar las delicias turcas”. El libro de Pamuk, que me recordó por momentos mi propia infancia y juventud en el puerto de Valparaíso, ya ha sido suficiente. Los libros de viajes o memorias es lo que tienen, lo eximen a uno de coger las maletas o de subirse a otro tren que no sea el de la fantasía o los sueños. Estambul siempre estará en los míos, como si lo hubiese contemplado una mañana, entre las brumas, con un vaso de boza entre las manos y con los ojos invadidos de “hüzun”.
VIAJAR, TRISTE PLACER
Javier Reverte nos da un paseo ligero sobre sus calles y uno muy vigoroso sobre su Historia. Aprendemos mucho sobre sus huellas cristianas, allí está la colosal Santa Sofía recordándolo, y sobre la rebelión de los Jóvenes Turcos del padre de la patria turca, Kemal Ataturk (muerto a los 57 años de cirrosis hepática por beber ingentes cantidades de raki (anís turco). A veces, el lenguaje que utiliza el autor chirría con el uso de expresiones coloquiales o populares de nuestro español, tales como “papear” , “napia” y otras que sorprenden en un texto de un escritor pulcro. Asimismo, aportan poco al relato la transcripción de largas conversaciones con desconocidos, viajeros o porteadores que utiliza en el camino.
La antigua Persia le provoca cierta repulsión, por la fealdad de Teherán con sus construcciones modernas sin estilo definido, el tráfico infernal, la contaminación y el desorden urbanístico. Otras consideraciones, de tipo político, influyen en este rechazo. Irán , tras la caída del Sha Reza Mohamed Palehvi , que intentó modernizar el país pero le faltó la estatura de un Ataturk-dice Reverte- se ha convertido en una teocracia feudal , en la que las mujeres han llevado la peor parte en un estado musulmán donde han vuelto a los velos y a los asientos exclusivos en los transportes públicos. Reverte viaja en uno de esos asientos en un tren, desafiando las normas y comprueba la amabilidad de una de ellas. Irán hace que se reconcilie con su pobre imagen, gracias a la asombrosa hospitalidad de sus gentes y el brillo majestuoso de sus edificios antiguos y museos.
Hay descripciones de comidas, platos típicos no siempre del gusto del narrador y finalmente un desencanto que se le trasluce al comprobar que el mundo antiguo, del que ha sacado referencias, ya no existe sino en las bibliotecas de eruditos y ha cedido paso a una odiosa y también inevitable globalización. Algo que , a pesar del pasado glorioso, al nacionalismo integrista y los monumentos mayestáticos de Asia, hace preguntarse al periodista viajero si Oriente ya no es lo mismo que Occidente, es decir un lugar donde ya no hay fronteras o son invisibles.
Como decía Camba, citado frecuentemente a lo largo de estas páginas , “viajar es el más triste de los placeres”.
Paul Bowles, Paul Theroux, y muchos grandes nómadas literarios, nos dejaron páginas marcadas por la sed viajera, por el norte de África, América y otros sitios a los que les llevó su afición al vagabundaje. Sin olvidar al gran Bruce Chatwin, al que considero uno de los mayores exponentes del género. Todos muy recomendables en este estío abrasador del cuerpo y el bolsillo, en el que es más conveniente escoger las páginas un libro para viajar con la comodidad de la sombra y la seguridad de movernos en los límites de la fantasía.
Y siempre pueden poner de fondo el tema de la Mondragón:
Viaje con nosotros
Si quiere gozar
Viaje con nosotros
A mil y un lugar
Y disfrute
De todo al pasar
Y disfrute
De las hermosas historias
Que les vamos a contar