En Sevilla, cayendo chorros de fuego del cielo, porque Sevilla tiene un fuego especial, se adentra uno en un supermercado, en el mes de julio, y encuentra a la pobre cajera tiritando, vistiendo un chaquetón, muerta de frío, con la cremallera subida hasta la nariz. Podría ser un chiste, pero es un hecho lamentablemente real, y muy cotidiano. En el interior de los centros comerciales, en el ardiente verano español, la temperatura ronda los tres o cuatro grados. Es cosa habitual descubrir los rodaballos en los estantes, al aire, junto a los botes de mayonesa y los macarrones. Tiene uno que bajarse un poco la bufanda para poder ver los precios. Se repone el género en las secciones, y después se echa sal en los pasillos de la bollería para que el hielo se funda y el consumidor no patine. Se pone cuesta arriba contar las monedas a la hora de pagar, pues no hay quien atine con las manos embutidas en los guantes de alta montaña.
En el transporte público, la canción viene a ser más o menos la misma, la melodía varía muy poco. En agosto, antes de subirse al tren que va desde Madrid a Córdoba, verbigracia, es fácil contemplar haciendo cola a los viajeros —a los más prevenidos, a los precavidos— con un edredón bajo el brazo y un gorro de lana con borlas. Se han dado casos de señores usuarios del transporte que, al finalizar el trayecto, han tenido que recurrir a un tenedor para bajarse los testículos de la barriga. Se están utilizando los portaequipajes del vagón para enfriar la cerveza. En el coche cafetería no se bebe otra cosa que vodka, a palo seco, para tratar de entrar inútilmente en calor. Al revisor, con el rostro azulado por la hipotermia y el moco congelado en el bigote, no le sale la voz ni para dar los buenos días.
La terrible y estúpida paradoja consiste en que, en el gris y plomizo invierno, se invierte proporcionalmente este soberano descalabro del sentido común: galerías comerciales a treinta y cinco grados en enero, autobuses camino de La Roda con el torrente de aire abrasador en la nuca, edificios públicos escupiendo lava por las rejillas de la ventilación. Si las altas e insoportables temperaturas a las que se acondicionan los espacios cerrados en invierno, se dieran en las calles de la ciudad en pleno verano, saltarían las alarmas encarnadas de la AEMET. Es de un tragicómico y absurdo sinsentido que deambulemos congelados en verano y que tengamos que recurrir al abanico en invierno. Quién será el ceporro, nos preguntamos con sincero y verdadero asombro, quién será el mediocre tuercebotas que orquesta desde un despacho semejante política climática.
Nos topamos en el infernal período estival, pues, con la siguiente encrucijada, y el dilema es de órdago: fallecer dignamente al sol, achicharrados a cincuenta grados como una honorable y deliciosa croqueta de bacalao, o estirar la pata ateridos y amoratados en los pabellones comerciales, o camino de Santa Pola, como un triste palito de merluza, envueltos en horrorosa e insoportable infamia. Ay, la coherencia.
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