El español medio vive rabiosamente satisfecho comiendo tres lonchas de mortadela a la semana, con la honrosa excepción de los apasionados banqueros, de los generosos responsables de las eléctricas —que se desviven por mantener encendida la llama de nuestros hogares— y de los cuatro avispados que amasaron pingüe fortuna con las criptomonedas, y muy especialmente de aquellos visionarios que cursaron la FP. Todos éstos comen carne de primera, que tanto disgusta en la cúpula. El resto, mortadela. Hambre y pulgas.
No obstante, la amable experiencia nos ha enseñado, tozuda, que comer bien es despilfarrar, es levantar emblemas turbios que refrendan el capitalismo. Comer está sobrevalorado. Llevarse a la boca un trozo de pan duro purifica el alma, da esplendor al espíritu, acicala las sonrisas. Le brillan a uno los dientes que le quedan. Por otra parte, he aquí el dilema, guardar los duros en una cuenta de ahorro es una infamia, engordar la libreta es una elevada villanía. Hay que gastar, hay que echar los cuartos al aire para que el mundo ruede.
La aventura enternecedora de pagar por transitar un sendero alquitranado infunde renovadas ganas de vivir. No todo iba a ser virus y malas noticias, hay luz en la vereda. Una de las mejores cosas que nos han sucedido en estos últimos meses, porque Dios aprieta sin ahogar, ha sido disfrutar del dulce sablazo del recibo de la luz. Sin él, nuestra vida se habría revestido de una pobreza emocional histórica. Ahora, para reafirmar los cimientos de esta alegría, llega el peaje. ¿Cuándo? Esperemos que pronto. Nos tiemblan las manos de invencible emoción. No vemos el momento de restregar la flamante visa por la cabina de la carretera comarcal. Pero no lo llame peaje, llámelo sistema de tarificación, que entra más suave. Ojalá nos permitan unificar la gaita, sería magnífico, y podamos usar la tarjeta descuento del supermercado para abonar el pago: seis croquetas de jamón por cada 50 kilómetros, gran ahorro en pañales y en ultracongelados. Pobres infelices sin vehículo, que vagarán, a triste pie, sin saborear las mieles de esta verbena. Anhelamos con fervor, asimismo, que el precio del combustible se dispare como un cohete para equilibrar este gozo y que la fiesta sea completa. No es gasolina, bobo, es ambrosía.
No seamos obtusos, hay que pagar impuestos y hay que hacerlo con una sonrisa radiante, hay que hurgarse la muela con el palillo y sacar pecho con orgullo. Desplumado, se entrega uno al concúbito con más ilusión, con el jugoso aliciente de premiarse luego con el bocadillo de chóped. No lo llame peaje, llámelo sistema de tarificación, que penetra más engrasado. Y habrá otros tributos, más adelante, que provocarán similar euforia. De algún lugar tendrá que recaudarse el dinero para mantener, por ejemplo, a esos señores que, con los testículos envainados en la tersa palma de la mano, permanecen, como vistosos racimos, en un ERTE.
Pocas cosas provocan más repugnancia que la vida ordenada y austera. Se le hace raro a uno que no le cobren por pasear. Estamos caminando alborozadamente por el parque, a lo loco, sin pagar un duro. De vergüenza tendría que caérsenos la cara.
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