Hay una larga lista de actividades que el frío invernal nos impide llevar a cabo con desembarazo. Regar las plantas cadavéricas del jardín, por ejemplo. O recoger las miguitas de pan de la mesa sin antes rascar el hielo. Apenas podemos sujetar el libro de recetas; pasar las hojas de la novela con los guantes de lana es poco menos que imposible. Servirnos el té con las gafas empañadas es ardua tarea. El paseo vespertino prescrito por el médico se convierte en un suplicio. Caerse del patinete —incluso ver cómo se caen—, una amarga tortura. El golpecito casual en la oreja congelada con el armarito nos arranca un grueso lagrimón de Semana Santa. El frío nos penetra en los huesos y allí campa a sus anchas, y allí se arrellana cómodamente y nos pincha a su capricho con invisibles agujas. Salir de la cama de madrugada o permitir que a uno le arranquen las uñas con unas tenazas: ah, no es sencilla elección. Las uñas, si hace usted el favor. Mi reino, todo mi reino por una estufa. ¿Habrá algo más hermoso en este ancho mundo, en este universo dilatado y colorido, que fregar los platos en enero con el chorrito de agua caliente? No.
Con este panorama conmovedor, con este paisaje de naricitas coloradas y ardientes sabañones, con este lienzo de alegrías marchitas, póngase usted a echar cuentas con respecto al amor. El amor, como las bicicletas, es para el tórrido verano. Te quiero, pichoncito, pero a treinta grados, ahora no. Solo un militante de la primera división de los apasionados romances tiene valor para apartar las cuatro mantas del sofá e inclinarse voluptuosamente, con un besito en la punta de los labios, hacia la primorosa doncella, fría siempre como un témpano, esquiva y enfurruñada en cualquier época del año. Qué esperpéntico resulta recitar unos trabajados versos bajo el balcón de nuestra amada con los ojos vidriosos y el rostro azul por la hipotermia. Se nos arruina la métrica de la estrofa por culpa de la violenta tiritera. Quién nos va a querer así, nos preguntamos compungidos, con el carámbano verde colgando de la nariz. Dime cositas lindas al oído, príncipe mío, pero con el culo pegadito al radiador. Tumbarse juntos con las manos entrelazadas, embriagados de juventud y amor, y contemplar las titilantes estrellas sobre el manto de negro terciopelo mientras nuestros corazones laten atropellados, pero no en la cima pelada del monte, a medianoche, en heroica escapada, sino en la salita, envueltos en un edredón, frente al televisor de cuarenta pulgadas, aprovechando que tus padres están en Munera enterrando a una tía.
Se antoja verdaderamente complicado resistirse en invierno a la coqueta botella de aguardiente y no arrojarse en sus brazos, y no echar a rodar en sus vasitos la dignidad y el futuro a cambio de sus cálidos arrumacos. Extensa es la lista de cosas que el frío nos impide realizar con desembarazo, y mezquino caballero, bajo cero, es el amor. No imaginas cuánto te quiero, Manoli, ni cuántos vientos bebería por ti, pero no te lleves la manta.
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