El poeta pasea entre las enormes piedras basálticas de Isla Negra y divisa unos maderos náufragos flotando sobre las embravecidas olas. “¡Ahí viene mi escritorio!”, piensa. Sobre aquel resto marino escribirá con su caligrafía estilizada y con la eterna tinta verde (¿por qué, acaso un recuerdo inconsciente del bosque nativo de Parral?) esos versos infaltables de cada día. Neruda trabaja pausada y disciplinadamente, va construyendo su obra día a día como un albañil en esa pequeña habitación torre con vistas al océano. La paradoja de esta obsesión por el azul y las olas es que él ha venido de los bosques araucanos, como la mayoría de los poetas chilenos. Ser del Sur, territorio salvaje de los indios mapuches usurpado por los colonos europeos, marca carácter, genera un tipo humano hecho de frío y fuego, de vino tibio en los inviernos, de lumbre y pan amasado, el pan nuestro de cada día que hacen las comadres del campo con bastante manteca, que reconforta y acompaña las viandas sencillas de la mesa familiar. Un mundo verde, agreste, fabuloso y plagado de superstición o magia, semejante al galaico, muy distinto al Chile de las orillas del Pacífico, al que terminaría anclado en su viaje final.

“La puerta en el crepúsculo/en verano/Las últimas carretas de los indios/una luz indecisa//y el humo/de la selva quemada/que llega hasta las calles”. Eso era La Frontera, poco propicia para la lírica. “La dura lluvia de Temuco”, templó sus días y su sangre, su soledad de artista adolescente al que su padre quería ver convertido en maestro, pues nunca habría entendido para que servía un poeta, ni siquiera un Premio Nobel. Tampoco los chicos de su escuela respetaban su condición de aedo. “Toda mi pobre vida en una jaula triste, mi juventud perdida!”, se lamentaba. Encerrado en una habitación de estudiante en el gris y lóbrego Santiago, capital del país, se dedica a “escribir los versos más tristes”. Enamorado del amor, envía cientos de cartas amorosas a una muchacha de boina y ojos de niebla y no parará de amar hasta que poco antes de morir viva un último romance clandestino. Pero el gran amor de Neruda fue siempre el mar, desde que lo vio de niño bajando por el Río Imperial en un barquito de vapor hasta Puerto Saavedra. Años más tarde, huyendo de las angustias capitalinas, en coches de ferrocarril de tercera clase, con dieciocho años, viaja hasta el puerto de Valparaíso. A partir de allí, su nombre y este puerto legendario, comparable a Estambul o Marsella, quedarían unidos “como las cadenas de remotas anclas”, como dice su gran amiga y musa, Sara Vial, a quien encargaría con el tiempo que le encontrara una casa, actual museo nerudiano, en lo alto de sus cerros coloridos.

“Todo estaba en las puertas mágicas de Valparaíso”, puerto mayor de la costa del Pacífico, donde Neruda se sentía por primera vez en casa y feliz. Allí encontraría su mar particular: “Tal vez, en estos domicilios secretos, en estas almas de Valparaíso, solo quedaron guardadas para siempre la perdida soberanía de una ola, la tormenta y la sal, el mar que zumba y parpadea. El mar de cada uno, amenazante y encerrado: un sonido incomunicable, un movimiento solitario que solo pasó a ser, con el tiempo, harina y espuma de los sueños”.

Tras sus últimos tiempos en París, cansado y nostálgico, el viejo poeta regresa a sus orígenes y al mar, tal vez en un esfuerzo final de purificación de ideas o motivos de vida. Pero le queda poco tiempo. Lo cierto es que va a pasar sus últimos días mirando ese oleaje furioso que a él le parece como el estallido de toda la cristalería del mundo. ¿Recuerda esos versos de Rimbaud que le fascinaban en sus días de adolescencia? “Elle est retrouvée! Quoi? L’ Eternité /C’est la mer allée / Avec le soleil”.

El anciano vate vuelve a buscar las aguas de su mar, tal vez para curar sus heridas. Se despide, proféticamente: “Alguna vez, hombre o mujer/después, cuando no viva/aquí buscad, buscadme/entre piedra y océano”.

No fue fácil lograr que lo liberaran de la oscura tumba donde lo confinaron los verdugos de su pueblo, lejos del mar que amaba. Pero allí le encontramos hoy, tal como quería y rogaba a sus compañeros: ”Enterradme en Isla Negra/Frente al mar que conozco, a cada área rugosa/de piedras y olas/ que mis ojos perdidos/no volverán a ver”

EXISTEN PORQUE EXISTO

En Chile, Neruda es el padre de toda una generación de poetas, muchos de entre ellos han querido asesinarle de manera freudiana, con el fin de liberarse de su tremenda influencia. También, en vida, gozó de la admiración o la lealtad de una numerosa corte de poetas menores y amigos que le servían de amanuenses y secretarios. Jorge Edwards, el Premio Cervantes, lo ratifica en sus memorias dedicadas a Neruda (Adiós, poeta) donde cuenta su larga relación desde sus primeros encuentros hasta cuando le sirvió de subordinado en una misión diplomática en París.

En su vida, no faltaron nunca los enemigos y detractores. Juan Ramón Jiménez dijo que era “un gran mal poeta” y para Jorge Guillén Neruda no era más que “un invento de Lorca, puesto que salió de España con mucha más fama de la que tenía en Madrid”. No le apreciaba mucho Jorge Luis Borges, para quien sus poemas eran “insensatos”, tanto que creía que ni el mismo Neruda sería capaz de recordarlos. (“Si alguien se los leyera y se saltara un verso ni se daría cuenta…cambia de estilo y tono en un poema, sin darse cuenta. Es un bruto”.)

Se ha dicho de todo sobre Neruda. Lo bueno y lo malo. Para García Márquez, es el mejor poeta del Siglo XX, en todas las lenguas. Pero Vargas Llosa, en un artículo detestable publicado en El País en los años 90, lo pintó como un personaje infantiloide, senil y “bon vivant”, con su gorra de capitán de barco y soplando un cornetín desafinado en una fiesta entre amigos a la que asiste el Nobel hispano peruano. También el escritor Javier Marías se despacha a gusto en Miramientos, una colección de textos breves sobre escritores, con el aspecto físico de Neruda, al que compara con los chivatos del colegio en su foto de adolescente y con un batracio con orejas animales, en su retrato de madurez. Los antinerudianos, dice el profesor Mario Valdovinos, se dividieron en “obsesivos” y “delirantes”. Entre estos últimos figuró el poeta chileno Pablo de Rokha, que decía que sus poemas eran “tanguitos” y que cuando recordaba el famoso verso “me canso de ser hombre”, decía que era una confesión de su escasa virilidad. Su enemistad fue arrabalera y cáustica, llegando a dedicarle groseros versos (“Gallipavo senil y cogotero/de una poesía sucia, de macacos/ tienes la panza hinchada de dinero”) y hasta un libro Yo y Neruda, donde tal vez con el título, de manera subconsciente,  reconocía su inferioridad.

La “nueva crítica”, corriente de la crítica americana conservadora surgida a comienzos del siglo XX y con gran influencia posterior en los 80, fue también otra espina clavada en la cabeza de Neruda. Le reprochaban su poesía social y política en la etapa de la Guerra Civil española y la defensa de la URSS y el antifascismo, llamándola panfletaria y escrita “con fervor de misionero” (The Poetry of Pablo Neruda, René de Costa).

La lista de los enemigos, con o sin argumentos válidos, es larguísima. Citemos finalmente a otro gran poeta chileno, Vicente Huidobro que lo acusaba de ser “un admirable hipócrita” y al crítico español Juan Larrea, con el que tuvo enconados desacuerdos, que calificaba la poesía nerudiana de “opaca y purulenta, como de negro engrudo”.

Pero, en fin, el “chaqueteo”, la rivalidad literaria y el ninguneo en ese ambiente es cosa conocida urbi et orbi. Yo mismo supe de ello, de primera fuente, cuando mi padre, el crítico literario Claudio del Solar, recibió el ukase del dueño del periódico El Mercurio de Valparaíso para vetar expresamente toda obra de Neruda. El vate, que enviaba puntualmente sus ediciones a mi progenitor, amigo suyo, respondió con una escueta y quemante dedicatoria en tinta verde que prefiero no reproducir.

Lo más triste del caso es que aún hoy, cuando ya El Mercurio (uno de los primeros diarios de habla hispana y gran actor de la política nacional) ha levantado hace mucho su veto a Neruda, otras voces se alzan para condenarlo desde el feminismo radical por un supuesto delito de agresión sexual ocurrido en su juventud en la remota Birmania, y por su abandono material de una hija discapacitada de su primer matrimonio con una extranjera de la que se separó al poco tiempo.

Los ultraderechistas chilenos que siempre le odiaron se frotan las manos y se unen al coro de los detractores, como es natural. Pero, tal como escribiera en 1935, nada queda en “la casa de la poesía de las pequeñas podredumbres, las conspiraciones del silencio, los pequeños fríos sucios de la hostilidad sino lo que fue escrito con sangre para ser escuchado por la sangre”.

Una cosa es cometer malos actos en la vida y otra dedicarse a hacer el mal. Y sus atacantes suelen ser de esta última categoría: malhechores y envidiosos.

“Existen porque existo”, dejó dicho Neruda en Oda a la envidia:

Seré,
seré implacable.
Yo les pido que sostengan
sin tregua el estandarte
de la envidia.
Me acostumbré a sus dientes.
Me hacen falta.
Pero quiero decirles
que es verdad:
me moriré algún día
(no dejaré de darles
esa satisfacción postrera),
no hay duda,
pero moriré cantando.
Y estoy casi seguro,
aunque no les agrade esta noticia
,
que seguirá
mi canto
más acá de la muerte,
en medio
de mi patria,
será mi voz, la voz
del fuego o de la lluvia
o la voz de otros hombres,
porque con lluvia o fuego quedó escrito
que la simple
poesía
vive
a pesar de todo,
tiene una eternidad que no se asusta
tiene tanta salud
como una ordeñadora
y en su sonrisa tanta dentadura
como para arruinar las esperanzas
de todos los reunidos
roedores.