Se ha cumplido este año el centenario del nacimiento del famoso pintor José Pérezgil que viniera al mundo el 18 de septiembre de 1918 en la vecina localidad albaceteña de Caudete que históricamente perteneció al reino de Valencia hasta 1707, como lo delata su escudo con las barras de la corona de Aragón, y además solicitaría al Estado en 1861, mediante una comisión de ilustres encabezada por su alcalde, adscribirse a la provincia de Alicante, con la que sentía profundos vínculos. Hay que tener en cuenta que dista 74 km. de la capital lucentina y 112 km. de Albacete. Contaba entonces con 6.900 habitantes y actualmente alcanza los 10.000.
Buscando mejores perspectivas de futuro, se trasladaron sus padres a Alicante el 2 de septiembre de 1925. Un hermano de su madre llamado Miguel, era sacerdote, organista de San Nicolás y más adelante canónigo de la entonces colegiata lo que les abría las puertas de aquella ciudad llena de luz por todas partes que le impresionó; vio el mar por primera vez, sintió lo que era bañarse en la playa del Cocó y su mente de niño gozó de aquel clima.
Aunque nunca olvidó a su pueblo, el hecho de vivir en Alicante desde los siete años lo han hecho considerarlo un artista de la ‘terreta’ que tanto amó.
No quiero detenerme ahora en su biografía y sí destacar que su sólida formación como un pintor que desde pequeño demostró unas grandes aptitudes para las artes plásticas, la alcanzó a partir de 1942 cuando marcha a Madrid becado por la Diputación Provincial para estudiar en la Escuela Central de Bellas Artes de San Fernando a la par que realiza el servicio militar.
Aquella estancia en la capital de España fue para él fundamental. Asiste a las tertulias artísticas del Café Pombo donde conocería a Gutiérrez Solana, gira visitas frecuentes al museo del Prado donde copia a los grandes maestros, acude a las exposiciones que se celebraban en salas de entidades oficiales y de particulares, consiguiendo además un trabajo que le hacía vivir con desahogo: realizar dibujos y títulos para el NO-DO, noticiario oficial de obligada proyección en las salas cinematográficas que comenzó a emitirse en enero de 1943 y cuyo sueldo le permitió alquilar una habitación-estudio en la calle Espíritu Santo.
En la exposición retrospectiva que le organizó el MUBAG con motivo del décimo aniversario de su muerte titulada ’Siete motivos de José Pérezgil’ entre enero y marzo de 2009, se observaban muestras de los temas que él más prodigó en su paleta y pinceles de entre los que deseo remarcar los paisajes de campo y ciudad de su tierra, bodegones, casas blancas, fiestas de Moros y Cristianos, tauromaquia, almendros en flor y… las salinas. En ellas nos vamos a detener de una manera especial.
Vamos a ver cuan curioso supone comprobar cómo de una casualidad le vino la afición por pintar aquellos espacios inertes, silenciosos, de colores planos a veces malvas y en otras ocasiones grises azulados, dependiendo muy mucho del estado del cielo, despejado o nuboso.
Resulta que su esposa, Fina Carbonell, era de El Altet y allí, en una casa de campo, vivían sus abuelos con los que estaba muy unida. Hacer viajes a menudo para verlos propició que Pérezgil empezara a encariñarse con aquellos paisajes de las Salineras Catalanas que atravesaba en lo que hoy conocemos como Urbanova cuya playa recibe el significativo nombre de Saladar. Hasta allí marchaba con su furgoneta DKW donde llevaba los trastos de pintar. He de añadir que ya mayor y con la salud delicada, un día se desvaneció cayendo sobre el agua. Gracias a que lo acompañaba un amigo que lo rescató, aquellas salinas no terminaron con su vida.
Desde 1952 en que pintó la primera, ha plasmado más de 200 óleos con este tema, también en Santa Pola, La Mata, Torrevieja o Calpe. Asombra la limpieza con que conseguía a golpes de espátula reproducir maravillosamente esas aguas estancadas.
El propio artista en el ABC del 24 de julio de 1968 publica un artículo titulado ‘Por qué pinto salinas’ que nos descubre al hombre sensible que también sabía manejar la pluma. Veamos.
“Seguramente el motivo poderoso debe ser que no existe paisaje hasta que estás dentro del mismo. Solamente cielo y espejismo que te deslumbra con sus colores de tornasol, o quizás sea el trabajo duro de los salineros con sus vagonetas cargadas de menudo aljófar chorreando por los cuatro costados agua salitre que huele a mar”.
“También amo las salinas por sus silencios enormes; estos se hacen casi cósmicos. (…) Este mundo salinero tan cercano y tan distante de la civilización, me llena el alma de ilusión y me hace pequeño como un niño el aire salado y húmedo.
Será por estos motivos tan tremendos y tan sencillos a la vez, por los que pinto salinas; será que también se adueñaron de mi voluntad y de mi cuerpo…, no me importa, porque las amo entrañablemente… y también es un goce ser poseído por el ser amado”.
Lamentaba en el artículo que aquellas salinas tan cercanas a su casa iban a desaparecer. El motivo no era otro que con la inauguración del nuevo aeropuerto internacional de El Altet las numerosas aves que habitaban por aquella zona lacustre suponían un peligro para las turbinas de los aviones.
Hace un siglo que vino al mundo el maestro Pérezgil con el que tanto me relacioné y quise; un 28 de diciembre de 1998 nos dejó pero nunca lo hará su inmensa obra imperecedera que nos ha legado como ejemplo permanente de su recuerdo.
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