Muchas veces crees que si tu vida fuese miserable escribirías mejor. Él no lo tuvo fácil, dices. Sientes algo parecido a la culpa porque puedes escribir con los pies calientes y él se moría de frío en una buhardilla sin calefacción. Hizo de lavaplatos, camarero, vendimiador, botones, encargado de la basura, descargador de barcos. En sus ratos libres escribía. No sólo eso, dices, escribía a vida o muerte. Tú nunca sabrás lo que es robar libros para poder leer.

De todos sus oficios, el que más te fascina es el de vigilante nocturno en un cámping. Te recuerda a tus vacaciones y a tus padres y a esa mezcla de sal y cloro que te impregnaba la piel cada verano. Y aunque tu cámping estaba en Miramar y el suyo en Castelldefels, te gusta imaginar que coincidisteis. Inventas que estás en la caravana, con tus padres y tu hermano, y que no puedes dormir. Sales para sentir el fresco de la noche y te encuentras con él. Eres incapaz de reconocerlo en aquel vigilante nocturno de rizos negros y gafas de pasta, que fuma sin parar y te habla con un acento lejano. No sabes que comparte patria con Neruda, a quien sí has leído. Tienes dieciséis años y una inocencia literaria casi virginal.

Nacisteis el mismo día y el mismo mes. Siempre que puedes lo dices, como si fuese mérito tuyo y no una coincidencia insustancial. No es sólo eso, piensas. También está esa fiebre por escribir. Y la necesidad de publicar. Te acuerdas de las palabras de Houellebecq: “no tanto para recibir el aplauso del público como para sentir que tu obra es real”. Enviaba sus novelas y cuentos a concursos literarios de todo el país. Compartes con él esa esperanza. Y el consuelo de que lo que escribes no es inútil, a pesar de las cartas de rechazo acumuladas. Le ocurrió lo mismo que a Jack London, dices, como un deseo pronunciado a media voz o como un conjuro: cuando consiguió su sueño, publicaron todo lo que había escrito, incluso sus novelas primerizas llenas de ingenuidad.

Te estrenaste con él a lo grande. Nada de medias tintas. Los detectives salvajes te fascinó desde las primeras líneas. Una vez conociste a un tipo en un taller literario, un ser extraño que temblaba todo el tiempo, y te dijo que eras demasiado joven para haberlo leído. Nunca supiste si se trataba de un elogio o de un reproche. Después leíste otras de sus novelas. Obras maestras que te parecieron menores tras haber acompañado a Arturo Belano y a Ulises Lima más allá del desierto. Te conmovieron Estrella distante, Nocturno de Chile, Amuleto, Una novelita lumpen.

Después de Los detectives salvajes disfrutó de un éxito humilde. Su vida seguía siendo austera. Su mujer, sus hijos, sus amigos, su afición a los juegos de estrategia, a las películas. Y los libros. Escribir a vida o muerte. Pero algo había cambiado, dices. Estás casi seguro. Aparentemente era el mismo tipo entrañable de abrigo largo que conversaba con los vecinos del bar, de la librería, de la tienda de juegos. Su forma de caminar era distinta, piensas. Un hombre se conoce por el modo de andar. Ahí se encierra su actitud hacia la vida. Su paso, dices, se vería afectado, irremediablemente, por una enfermedad que le pisaba los talones y que acabaría por darle alcance. Y por convertirlo en un mito. La muerte tiene ese poder.

A pesar de la agonía siguió escribiendo hasta los últimos días de su vida. No a pesar, dices, sino precisamente por eso. Murió tan joven que ni siquiera tuvo tiempo de ver publicada su obra maestra. Quizás el libro más impactante escrito en castellano desde Cien años de soledad. Una obra con tanta fuerza que Patti Smith asegura que le cambió la vida, que la sacó de una profunda depresión. Te cuesta creerlo. Sobre todo por las páginas llenas de horror. Es el libro más extenso que has leído. La primera vez que lo tuviste en las manos te fascinó su título, 2666, aunque no supieras con exactitud qué significaba. Pensabas que jamás podrías con sus más de mil páginas, tú, que eres de piezas pequeñas, de libros cortos, de dosis controladas para satisfacer las ganas de leer tantas cosas. Lo devoraste en un estado continuo de asombro. Él lo había concebido como cinco libros que se publicarían por separado. Por suerte, pasó a formar parte de ese grupo de escritores de testamentos traicionados. El libro debe leerse así, como un universo único que te engulle y te zarandea y te mueve de una a otra dimensión.

A veces piensas si esa no fue su moneda de cambio: convertirse en un mito póstumo. Luego vendrían otras obras para sortear la frontera de la muerte, algunas incompletas, como Los sinsabores del verdadero policía, o primerizas como El espíritu de la ciencia-ficción. Te preguntas, entonces, si él sacrificaría todo eso por estar vivo, si elegiría seguir siendo un escritor sin éxito, escribiendo a vida o muerte, sobreviviendo sin apenas dinero para un café, por vivir veinte o treinta años más de lo que vivió. Te preguntas, entonces, si lo sacrificarías tú. Intentas no dudar y te agarras, no te queda otra, a las palabras de Menéndez Salmón: “escribe como si no fueras a publicar nunca”. Quizás ese sea el secreto.