Hay recuerdos que llegan a ti con una nitidez aterradora.
Durante años fue tu libro preferido. No sólo por todo lo que se dice en él, sino por lo que significaba para ti. Un punto de inflexión. Como una marca en el tiempo que divide tu vida, al menos tu vida como lector. Una señal que alerta de lo que había hasta aquí y lo que te espera más allá.
Después aprendiste que no existe un solo libro, ni una sola película, ni una sola canción.
La escena es un cuadro cotidiano que tú envolviste de poesía. La memoria tiene ese poder. Es una tarde marrón en tu piso de estudiantes.
Ya lo has dicho en alguna otra ocasión, pero cada vez estás más seguro de que muchas cosas de las que te ocurren ahora, más de veinte años después, empiezan allí, en aquellos noventa metros cuadrados de la calle Caravaca. El origen del universo, dices. Un aleph inverso que os lanzó al mundo, desnudos y llenos de sueños.
A veces te gustaría volver y encerrarte, como en una celda monástica, en una de las habitaciones que os turnabais cada año. Todas no, dices. La habitación de P no entraba en la rueda de turnos. Era la más grande y él necesitaba espacio. Siempre lo ha necesitado, piensas. No sólo físico. Si aquel piso era el origen del universo, la habitación de P fue el origen de la vida. Allí se formaron reuniones espontáneas que bien pudieron cambiar vuestros destinos. Allí entrabais, casi sin permiso, a leer, a escuchar música, a robar emociones ajenas.
Es una tarde marrón. Entras en la habitación de P y buscas un libro. En realidad buscas algo que te agite, que te vuelva del revés como un calcetín díscolo al que le damos la vuelta. Has leído el título muchas veces. Conoces la portada porque forma parte de una de esas colecciones de quiosco: Las Mejores Obras de la Literatura Universal, o Grandes Obras Contemporáneas, o Narrativa Actual, o cualquier otra cosa parecida. Siempre fueron un reclamo para ti. Podrías llenar una estantería entera con las primeras entregas de cada colección.
De todos los detalles que recuerdas, sólo hay uno que eres incapaz de revivir: no sabes por qué cogiste aquel libro y te lo llevaste contigo al sofá y empezaste a leerlo como si, en realidad, hubiese sido él quien te agarró a ti y te sacó de no sabes dónde y te llevó a un mundo que desconocías. Los motivos no importan, dices. Sólo importan las puertas.
Es una tarde marrón. Una tarde de plomo. No hay nadie en tu piso de estudiantes de la calle Caravaca. La ciudad es una amenaza. Todo lo era entonces, piensas. Abres el libro y lo vuelves a cerrar. Acaricias la portada y el lomo. Sólo es un acto reflejo. Empiezas a leer y tu cabeza estalla. Sabes que es una novela pero no comienza como una novela. Hay algo ahí que no te deja parar. Piensas que si en ese momento el edificio temblase y las paredes se viniesen abajo, tú seguirías sentado en el sofá, leyendo las primeras páginas de una novela que no empieza como una novela, sino que habla de Nietzsche y de su teoría del eterno retorno y de cómo puede surgir un recuerdo feliz de una fotografía de Hitler.
Leíste el libro en un estado de agitación que no se ha repetido. No sólo aquella tarde de plomo, en tu piso de estudiantes, en la que descubriste que lo que pesaba, en realidad, lo verdaderamente insoportable, era la levedad del ser, la vacuidad que te empujó hacia la estantería.
Por primera vez deseabas dejar de hacer cualquier cosa que estuvieses haciendo para entrar en el mundo de Tomás y de Teresa. Entendiste que se podía escribir de otra manera. La estructura narrativa estallaba en tus narices y te golpeaba una metralla de imágenes que desconocías.
Otro recuerdo llega a tu memoria. Otra tarde en la que estás solo. Otro sofá, el de casa de tus padres. Cierras el libro de golpe porque no puedes contener la emoción. No se ha vuelto a repetir. El placer sí, pero no la conmoción. Por eso te gusta decir que perdiste la virginidad con aquel libro.
Fue el primer autor del que leíste todo lo que estaba publicado. Entonces no tenías el acceso a la literatura que tienes ahora. También la cultura es una cuestión de clases, dices. Cada cumpleaños y cada Navidad se convertían en una ocasión para adquirir un nuevo libro. A La insoportable levedad del ser le siguió La inmortalidad, como si los títulos fuesen correlativos y encerrasen en sí mismos toda una teoría filosófica. La lentitud, El libro de la risa y el olvido, La despedida, te confirmaban la fe que comenzabas a tener en él. Buscaste los escenarios de La ignorancia en un viaje a Praga, muchos años después. Subrayaste hasta la obsesión su ensayo, El arte de la novela, como si fuese un manual de sortilegios capaz de convertirte en escritor.
Todavía no sabías mucho de él, más allá de lo que intuías detrás de su voz y de lo que podías leer en las contraportadas y las solapas de los libros. Sólo datos, dices.
Podrías contar que dejó su país para huir de la censura soviética empeñada en borrar su nombre y retirar sus libros de la historia literaria, a pesar de su pasado comunista. O que fue profesor de Estudios Cinematográficos en Praga. O que se refugió en París. O que es un eterno candidato al Nobel. O que su obra persigue un único proyecto estético: la unión de los imposibles. O que abandonó su lengua natal para escribir en francés.
Te costó comprender esa renuncia, porque pensabas que la lengua te acompaña como una marca imborrable allá donde vayas. Ahora, que tú también has cambiado el idioma en el que escribes, te das cuenta de que sólo es un símbolo, como una bandera o la camiseta de tu equipo favorito. No es el lenguaje el que configura la realidad, dices, sino el contexto quien impone su lengua.
Uno de los primeros libros que escribió, La vida está en otra parte, te persigue como un gato en busca de una caricia. Va y viene a su antojo para recordarte algo: Jaromil, el joven poeta protagonista de la historia, eres tú, o lo fuiste en el pasado. Y algo más: dejaste el libro a P y nunca te lo ha devuelto.
No es un reproche, dices. Todo lo contrario. Una manera de cerrar el círculo, de restaurar aquel primer libro que te llevaste de su habitación una tarde marrón, en tu piso de estudiantes, donde empieza todo.
Comentarios