Intentas recordar la primera vez que lo leíste y no aciertas a identificar el momento. Recuerdas el libro y la sensación de las primeras líneas, incluso la zozobra a mitad del relato porque creías no comprender nada. El volumen pertenecía, otra vez, a una de esas colecciones que comprabas en las ferias del libro de ocasión. Sus horribles tapas de color rojo y gris, encerraban también unos relatos de Tolstoi. Ya entonces te pareció una combinación extraña, como si los dos autores compartieran la única cama disponible al llegar a un hotel, a media noche, en mitad de una tormenta. Los imaginas acurrucados en un catre tirando de uno y otro lado de la manta. Era un libro de pobres, dices con cierto orgullo, como si eso lo dotase de un valor añadido.

Puede que sea el autor más influyente de la literatura del siglo XX. Influyente no, corriges, tal vez inspirador. A veces piensas que sólo es un escritor de camiseta, un icono cultural, un Che Guevara de la literatura, un nombre que se cita porque otorga cierto prestigio, aunque la mayoría no hayan leído más que las primeras líneas de esa historia en la que un hombre despierta convertido en un insecto. Pocos pasarían un examen sobre su obra, dices.

Durante años, aquel volumen compartido, fue tu único contacto con él. Todavía tardaría mucho en llegar la colección de sus cuentos completos, que leías con la obsesión de averiguar cuáles de aquellos relatos fueron publicados por él y cuáles fueron fruto de la traición de su amigo Max Brod. No era sólo un amigo, piensas, era un devoto, un adepto, un fanático de su obra. Por eso ignoró las instrucciones que encontraron entre sus archivos después de su muerte: Todo lo que dejo atrás en forma de cuadernos, manuscritos, cartas, borradores, etcétera, deberá incinerarse sin leerse y hasta la última página.

Max Brod no sólo desoyó la postrera voluntad de su amigo, sino que dedicó la vida que le quedaba a hacer apología de su obra. A imponerla, como explica Kundera en Los testamentos traicionados. Tal vez a él, al traidor, le debemos la imagen que hoy tenemos del escritor, del mismo modo que le debemos a Alberto Korda la fotografía del Che que hoy ocupa millones de camisetas.  

Esa traición, dices, también forma parte del mito.

Un mito alimentado con anécdotas como la de García Márquez, que nos explica cómo destruyó todo lo que había escrito después de leer La metamorfosis, y cómo se puso a escribir su primer cuento en un estado de fascinación mental, provocado por la lectura del relato, que le abrió las sendas de una manera de narrar que no creía posible. Ese es su legado.

A pesar de todo, a pesar de la atracción que sentías por él, su lectura te resultaba dura, como la ladera de una montaña que debes coronar con esfuerzo si anhelas la satisfacción de la cumbre. Estabas convencido de que era un problema de traducción, por eso iniciaste una nueva búsqueda: su obra en un lenguaje más próximo. A veces tienes la sensación de que tu vida es eso: una búsqueda continua de ideas y sueños. Y encontraste una edición de El proceso que se acercaba bastante a tu quimera. Ahora sólo debías salvar otro obstáculo: leer la novela sabiendo que nunca la terminó, que se trata de una obra incompleta. Pero no inacabada, dices. Y piensas en Rodrigo Fresán y en su obsesión de reescribir sus libros cada vez que se reeditan dotándolos de una áurea de inmortalidad, convirtiéndolos en textos infinitos. La versión cinematográfica de Orson Welles te ayudó a comprender que no hay obras de arte incompletas porque no hay límites ni fronteras en el espectador. Hay cientos, miles, millones de maneras de leer.

Viajaste a Praga en busca de su sombra. Sentiste la presencia amenazadora del castillo sobre la ciudad. Te sentaste en los cafés que él frecuentaba y abriste un libro para convocar su espíritu, como si al leer aquellas palabras estuvieses deslizando tu dedo trémulo sobre un tablero de güija. En el callejón del oro buscaste su casa, un enigmático número veintidós, y atravesaste la puerta con una emoción de peregrino. Emulaste la fotografía en la que aparece ante el Palacio Kinsky. En el parque Chotek empezaste a escribir un relato en el que una cucaracha despierta convertida en un monstruoso humano. La última novela de Ian McEwan arranca con el mismo planteamiento. Todo el que siente la punzada de su obra ha escrito ese cuento, dices.

Jeremy Irons le prestó su rostro. En la película aparece como un ser atormentado. Lo imaginas pidiendo perdón a todas horas, martirizado por un sentimiento constante de culpa. La culpa es un invento muy poco necesario, escuchaste en una canción. En El proceso el protagonista es acusado de algo que ni él mismo llega a averiguar. Piensas que ese era su sentimiento vital. Su obra está llena de acusadores y condenados. Su obra está llena de sombras que se alargan y se encogen. Ante la ley, uno de sus cuentos más famosos, resume esa actitud de enfrentarse a la vida asumiendo, ya de partida, el complejo del fracaso. Su obra es un remordimiento continuo. Sólo en sus Diarios hay algo de luz. No es una luz, dices, quizás un rayo verde que le salva a través de las palabras. Algo que no tiene nombre, pero que tú conoces muy bien.