Todo ha cambiado tanto en tan poco tiempo que te preguntas si siempre ha sido así o si se trata de una percepción personal. Lo que quieres decir es que si esa sensación de que el mundo se ha transformado en un breve espacio de tiempo de manera vertiginosa, es sólo tuya o la han compartido los seres humanos a lo largo de la historia. No es un breve espacio de tiempo, dices, es una vida entera. Lo que quieres decir es que ahora basta con introducir un nombre en un buscador, a veces ni siquiera eso, para invocar una lluvia de información que te cala hasta los zapatos. Antes los nombres llegaban a ti con el misterio de la ignorancia y la promesa del descubrimiento. Los leías a menudo en aquella revista que comprabas y cuyos ejemplares acumulabas como una torre de babel cimentada de páginas repletas de literatura. La alquimia del nombre al libro dependía del contenido de tu bolsillo. Ahora todo es más fácil. Sobre todo perderse, dices.
No recuerdas qué libro suyo leíste primero. Lo que sí recuerdas es que te admiró su disciplina y su irreverencia. Envidiabas aquella convicción de la que tú carecías y que le llevaba a escribir durante horas, cuando sólo era un niño, como un abnegado prodigio. Por eso su cara siempre tuvo esa expresión infantil, piensas.
Envidiaste también el titular de uno de aquellos artículos en los que aprendiste antes su vida que su literatura: “Soy alcohólico. Soy drogadicto. Soy homosexual. Soy un genio”. No por el contenido en sí, sino por la carga de libertad que encerraba aquella declaración. Años después descubrirías que se trataba de un extracto de uno de los relatos incluidos en Música para camaleones. El texto es una conversación entre dos hermanos siameses, aunque en realidad es una conversación consigo mismo. Como tu columna.
En el prefaciode Música para camaleones, explica cómo se dedicaba a escribir durante ocho horas diarias. Así es invevitable que aparezcan las musas, dices. El resultado es un estilo natural, como si utilizara las palabras exactas con las que decir algo y no otras diferentes, como si contase lo que tiene que contar de la única manera que es posible contarlo. En ese mismo texto escribe: “Cuando Dios le entrega a uno un don, también le da un látigo; y el látigo es únicamente para autoflagelarse”. Y después habla de la diferencia “sutil pero brutal” entre “escribir bien y el arte verdadero”.
Ese prefacio bien merece un libro entero, piensas. O una película, añades. De hecho, esas mismas palabras las lee uno de los protagonistas de Todo sobre mi madre. Recuerdas haber ido al cine al menos un par de veces, para verla de nuevo. O para escuchar aquellas palabras otra vez. El libro es un manual de escritura. Una miscelánea de ejemplos del arte de escribir. Una pequeña biblia que todo escritor debería llevar siempre encima. Un cofre lleno de joyas, como el relato en el que cuenta su encuentro, en un funeral, con Marilyn Monroe.
Para ella, para Marilyn, su íntima amiga, hubiera querido el papel de Holly Golightly en la adaptación al cine de su novela corta Desayuno en Tiffany’s. Es una de esas películas que no puedes dejar de ver si la encuentras por casualidad flotando en el océano de canales. Aunque la hayas visto una decena de veces. Pero no es el libro, dices. Es otra cosa diferente, como si un escritor y un guionista se hubiesen plagiado inconscientemente. El libro es una de esas pequeñas obras maestras a las que no puedes ponerle ni un sola objeción. Una delicia para leer un par de veces al año, igual que un capricho, igual que El Gran Gatsby o cualquier novela breve de Zweig. Te gustan ese tipo de libros porque son como una pequeña batalla en la que siempre sales vencedor.
A sangre fría, su obra maestra, es una novela real. No uno de esos productos que pueden llevar el epígrafe de “basado en hechos reales”, sino mucho más. En ella conjugó el periodismo y la literatura, que era uno de sus anhelos: construir un género en el que fuera imposible distinguir uno de la otra. Y lo consiguió. Se dice que es la novela original de no ficción. El libro es mucho más. Se trasladó a Kansas y vivió una temporada en el pueblo donde se habían cometido los crímenes. Durante años visitó a uno de los asesinos protagonista de la historia, se entrevistó con él en prisión, mientras esperaba el cumplimiento de su sentencia en el corredor de la muerte. Esperó hasta la ejecución para publicar el libro, atormentado por el debate entre el deseo, o la necesidad, de poner fin a todo aquello, y los sentimientos de una incierta relación entre ambos.
Encontraste el libro en una de las colecciones de tu padre. Otra vez tesoros entre sus estanterías. Lo leíste en un estado de asombro casi hipnótico. Lo reviviste en las películas sobre el proceso creativo de la novela. Una de ellas le valió el Oscar a Philip Seymour Hoffman por su interpretación del autor. Se habría partido de risa, dices. Porque, a pesar de todo, detestaba Hollywood.
Hay un libro suyo que duerme en tu estantería y que nunca te atreves a leer. A veces te llama, dice tu nombre en un susurro, pero tú siempre pasas de largo. Temes encontrar en él a un bufón, a ese tipejo divertido que animaba las fiestas de la jet-set neoyorquina, no a un genio de las palabras. Cuando escribió Plegarias atendidas, libro inacabado, pero del que publicó cuatro capítulos en la revista Esquire, todos los que se llamaban sus amigos le condenaron al ostracismo. Retrató sus defectos de clase y sus historias más privadas. Lo abandonaron y murió solo y enfermo en Los Ángeles, la peor ciudad del mundo para él. Ese fue su castigo, piensas. Ese fue el precio. El látigo que azotó su anhelo por escribirlo todo, por literaturizar el mundo, por ficcionar la realidad. Pero cómo el mismo dijo después de qué todos le dieran la espalda: “¿Qué esperaban? Soy un escritor”.
Comentarios