Quieres parecerte a él, aunque todavía no sabes nada de él. Tienes esa edad en la que aún crees que los sueños se pueden cumplir, porque aún no conoces el yugo del trabajo y las facturas y los cordones de zapatos que se rompen cuando estás a punto de salir de casa. No sabes nada de él más allá de sus palabras. Los cuentos que te acompañan y te persiguen y se agarran a tus piernas. A veces ni siquiera necesitas leer para querer ser él. Te basta con tocar el lomo de sus libros para sentir su influjo, como el que lleva una camiseta del Che. Es fácil confundirlos, dices. De hecho hay quien afirma que su deseo era convertirse en el Che Guevara de la literatura latinoamericana. Tú quieres ser él. Él quiere ser el Che. Él Che quiere ser un mesías. Y el anhelo de ser otro y vivir otra vida se alarga hasta el infinito igual que en aquella canción de Silvio Rodríguez: nacer a veces mata y ser feliz desgarra.

Te quieres parecer a él, por eso te has matriculado en una asignatura de otra especialidad. Temes llegar tarde el primer día. Has inventado un truco infantil para no dormirte, para obligarte a levantarte mientras tus compañeros de piso siguen durmiendo después de la fiesta de ayer. Tu estrategia consiste en colocar el despertador en la otra punta de la habitación. Cuando lo apagas y vas al baño y te ahoga el silencio de tu piso de estudiantes, te prometes a ti mismo no volver a cursar asignaturas de primera hora de la mañana.

Atraviesas Blasco Ibáñez camino de la Facultad. Sientes esa angustia en la boca del estómago que se repite cada vez que inicias algo nuevo, algo que no controlas, algo a lo que le cuelgas flecos de miedo. Buscas el aula. Lees de nuevo el nombre de la asignatura, como si fuese difícil de memorizar. Una vez dentro, no conoces a nadie y te sientas arriba, al fondo. Es una de esas aulas con forma de anfiteatro. Sacas un cuaderno y un bolígrafo de tinta verde, con el que tomas notas y escribes versos ridículos porque una vez alguien te dijo que Neruda escribía en verde sus poemas. Entra la profesora y todo el mundo calla. Todavía no conoces la diferencia entre callar y hacer silencio. Por eso tu cabeza sigue hirviendo y no te atreves a levantar la vista de tu cuaderno, como si fueses tú el centro de atención y no esa profesora que no se presenta, que no expone el programa de la asignatura, que no ha dicho ni una palabra, sino que ha empezado a leer, con un acento sutil que eriza tu piel, un relato que no conoces, pero que se pegará a ti como una calcomanía perenne para que lo leas cientos de veces. El relato es Continuidad de los parques. Lo escuchas y ya de inmediato lo quieres poseer como quieres poseer el acento de la profesora, como quien se enamora de un cuadro o de una canción, consciente de que esa belleza nunca será suya.

Sales del aula fascinado. En la puerta coincides con B. Te alegras de descubrir que sí conocías a alguien. Habláis del temario y de los autores propuestos y de la lectura del relato. Todavía no lo sabes, pero será la primera de muchas conversaciones sobre literatura coincidente. A veces sientes la tentación de llamarle y de preguntarle qué libros ha leído en estos veinte años que no os habéis visto, sólo por la curiosidad de comprobar si seguís frecuentando los mismos territorios. Recordar a B. es recordar el alivio de poder hablar con alguien de Borges y sentirte comprendido. Regresa Continuidad de los parques a vuestra conversación. Y la certeza de que pasará a formar parte de esa antología de cuentos que pueblan tu cabeza. Una lista de grandes éxitos que son la banda sonora de tu vida en esos días idénticos a nubes en los que quieres parecerte a él. La noche boca arriba, Casa tomada, El perseguidor, Carta a una señorita en París, La puerta condenada. Algunos de ellos te arrancarán el aplauso después de cada lectura, como aquel en el que un hombre vomita conejitos en un apartamento de París. Otros te empujarán a esconderte bajo las sábanas, aterrado por historias como la del llanto fantasma de un bebé que se oye cada noche tras la puerta condenada de una habitación de hotel.

Te despides de B. Tienes por delante algunas clases, pero decides saltártelas y regresar a tu piso. Tus compañeros siguen durmiendo. Te gustaría sentarte en tu escritorio y escribir. Quieres parecerte a él. Pero no eres él. Sólo eres un estudiante sin voluntad que espera. Esperar es una manera de hacer algo, dices. Esperar es vivir en una ignorancia feliz. Ignorar, por ejemplo, que comprarás en una feria del libro de ocasión Las armas secretas y que leerás, con el saxo trágico de Charlie Parker y el lamento de su drama vital de fondo, ese homenaje al jazz que es El perseguidor, ese cuento extenso que altera los límites entre el relato largo y la novela corta. Ignorar otros libros, como los dos volúmenes de La vuelta al día en 80 mundos, un collage vanguardista de dibujos, fotografías, esquemas, recortes, poemas, que confías en descifrar algún día, ya no para parecerte a él, sino para convertirte en él. Ignorar otras cosas. Voces que están por venir. La aventura de abordar Rayuela, la única novela suya que has leído, o las magistrales lecciones de Clases de literatura, o esa locura que es Fantomas contra los vampiros internacionales, en la que combina cómic y relato y utopia y literatura combativa. Ignorarlo todo.

Te tumbas en la cama a esperar que el mundo arranque, que todo siga su curso, que llegue ese momento en el que ya no necesitarás parecerte a él como ya no necesitarás inventar artificios para salir de la cama o llevar una camiseta del Che.