Lo dejas en tu estantería como si dejaras un trofeo en una vitrina. Acaricias el lomo a modo de despedida. Recuperas el marcapáginas que trasladas de uno a otro libro. Para eso puedes llegar a ser muy fetichista. Supersticioso, matizas. Te entregas a una superchería literaria en la que sólo tú crees. También es algo estético, dices. Como si la tira de cartón que utilizas para recordar en qué punto se detuvo tu lectura formara parte del libro. Este lleva impresa una fotografía de Leonard Cohen, en blanco y negro, en la que mira al objetivo y levanta su sombrero en un gesto de película clásica, que te regaló J.G. En otras ocasiones es un billete de metro, o un naipe solitario, o una entrada de museo. Lo idolatras como si fuese un icono ruso, como si tuviese el poder de influir positivamente en la lectura. Lo salvas y te agarras a él para no caer en el vacío que sientes cada vez que acabas un libro y debes empezar otro. El vacío y el vértigo, dices. Porque leer también puede suponer un esfuerzo, dices. Como escribir, dices. Antes de decidirte, buscas consuelo en algunas páginas al azar. Los diarios de Kafka. O un cuento de Hemingway. O la poesía siempre: Pedro Juan Gutiérrez, Bukowski, Estellés. Un ritual. Una necesaria transición.

El primer libro suyo que leíste precisó de esa lucha. Pero no como la fatiga de leer el último volumen de la monumental obra de Knausgard, al que vuelves una y otra vez con el empeño de Sísifo, sino como algo mucho más emocional. Los relatos que componen Catedral te removían por dentro, te agarraban las entrañas, te volvían del revés, te incomodaban. Lo leíste en un estado permanente de inquietud. Querías acabar el libro lo antes posible para deshacerte de esa sensación, como si estuvieses en una atracción de feria que te divierte y te aterra a la vez. Incluso cerrabas los ojos al final de algunos cuentos, como en los descensos de una montaña rusa.

Entonces no sabías nada de él. Se convirtió en uno de esos descubrimientos de los que te gusta alardear: redescubrir un clásico. Te pasó algo parecido con Neil Young y la primera vez que escuchaste su álbum Harvest. Te acordaste de lo que te dijo aquel tipo con el que coincidiste en un taller literario. Hablabais de un libro cuando te soltó que te envidiaba porque tú todavía no lo habías leído y no habías sentido ese primer impacto. Lo mejor de todo es que cuando eso ocurre, cuando descubres una tierra que creías inhóspita y que, sin embargo, está poblada de maravillas, sabes que vas a poder regresar, que no es algo efímero o pasajero. Lo mejor de descubrir una obra que ya existe es que puedes volver a ella sin necesidad de esperar.

No sabías nada de él. Ignorabas que era uno de los autores más influyentes del siglo XX. El mejor cuentista del siglo junto a Chéjov, según Bolaño. Ignorabas que la euforia inicial del descubrimiento se disolvería como la sal en el agua cuando hicieses otro descubrimiento: su obra no alcanza más de una decena de libros porque murió con apenas cincuenta años de edad. Ignorabas que su estilo, una suerte de realismo sucio, más sutil que el de Bukowski, con menos sexo y excesos, pero igual de salvaje, se parecería a esa forma que tienes de escribir tú, y que Martín Sanz, a luz del relato que te publicaron, definió como realismo seco.  

Aquí no hay tradición del relato, dices. No sólo porque no tengamos un The New Yorker, esa revista mítica en la que publicaron sus cuentos Capote, Salinger, Bukowski, Cheever, sino porque no tenemos un público lector especializado. El relato implica una mayor delicadeza y concentración, tanto para leerlo como para escribirlo. Somos un país de brutos, piensas.

De qué hablamos cuando hablamos de amor no irradia la conmoción de Catedral, pero sí la misma fuerza. Lo leíste sin conocer la polémica que acompaña a este libro. No hay polémica, dices. Es otra cosa. Su editor, Gordon Lish, cercenó el manuscrito original eliminando más del cincuenta por ciento del texto, cambió el título de los relatos, decidió el título final de la obra, corrigió frases, cambió palabras, eliminó diálogos. El resultado, a pesar de ser un libro sublime, le pareció decepcionante, pero se impusieron sus ganas por publicar. Somos adictos a ver nuestras obras en negro sobre blanco, piensas. Por eso le prometió a Tess Gallaguer, la poetisa que lo salvó del infierno del alcohol, que un día publicaría el manuscrito en su forma original. Su muerte prematura le impidió cumplir esa promesa. Tendrían que pasar casi treinta años de la poda del editor y veinte de la muerte del autor, para que el empeño de dos profesores universitarios se materializara en la publicación de Principiantes, el libro de relatos tal y como lo concibió él, sin las mutilaciones de Gordon Lish.

Son dos libros distintos. Son un único libro. Son dos hermanos gemelos. ¿Quién es el autor de cada uno? Siempre que recuerdas esta historia acabas pensando en qué harías tú si un editor convirtiese un libro tuyo en otro libro. Tú, que huyes de la corrección y de la reescritura. Tú, que crees, como Bukowski, que si no sale de dentro no merece la pena. Por eso prefieres Principiantes. Piensas en Rodrigo Fresán, y en su empeño en corregir sus libros hasta la extenuación, y te invade una tremendo cansancio. Algún día sacarás el valor suficiente para dedicarle una de tus confesiones.

En  Birdman, ganadora del Oscar a mejor película, un sublime Michael Keaton interpreta a un actor obsesionado en llevar al teatro De qué hablamos cuando hablamos de amor. Robert Altman se basó en algunos relatos suyos para construir Short Cuts (Vidas cruzadas). Las dos películas recrean con acierto la atmósfera que envuelve a los personajes de sus libros. Pero en la segunda sale Tom Waits, añades con voz de mitómano.

Vuelves a él, o él vuelve a ti, de vez en cuando. Su poesía, publicada en un volumen hace apenas unos meses, es tu asignatura pendiente. Lo reservas para momentos en los que necesitas llenar un vacío con otro vacío. Eso es lo que te provoca su obra: te vacía de algo que no sabes definir. Porque, como dice él en una de las frases eliminadas por Gordon Lish, me da la impresión de que, en el amor, no somos más que unos completos principiantes. No sólo en el amor, añades.