Vuelves a él. Siempre vuelves a él. No, dices, nunca se ha ido. No sabes por qué, pero cuando te sumerges en sus palabras te sientes en casa. Esa es la sensación. El desasosiego se desvanece, como si su voz tuviese algún extraño poder. Esta historia empezó con él y no puede acabar de otra manera. Podrías repetir, palabra por palabra, la primera de tus Confesiones y te valdría para hoy, para mañana, para cualquiera de los días que vendrán, días idénticos a nubes, como escribía Cernuda. ¿Te acuerdas? Te levantas en busca de un vaso de agua y de un verso y bla bla bla. No todas las palabras, dices. Porque tú no eres el mismo. Nosotros los de entonces. Ya sabes de qué va esta historia.
Vuelves a él sobre todo cuando vas a la deriva zarandeado por las olas y sientes que te hundes y no sirve cualquier tabla para agarrarte. Prefieres el naufragio cuando el cansancio se apodera de ti. Esa pereza que lo cubre todo de una pátina invisible. Incluso la lectura. Ahora que acabas de cumplir la misma edad que tenía él cuando le llegó el éxito. Ahora que se apodera de ti el hastío. Ahora que, cerca del medio siglo, sientes que empieza la cuenta atrás. No con pesimismo, sino con el convencimiento de que cada minuto cuenta, cada segundo es tan valioso que no puedes dejarlo perder. Ya no estás para leer mierda. Y el mercado está lleno de mierda complaciente a ciertos colectivos que también se han apoderado de la cultura. De eso sabe mucho Sergi Puertas.
Vuelves a él. Ejerce sobre ti una atracción que no sabes explicar. Tal vez sea por su actitud. Renunció a todo por no dejar de escribir. Era irreverente y provocador. Se emborrachaba en televisión o insultaba a un auditorio repleto de estudiantes que había ido a escuchar con el mismo hambre sus poemas y sus improperios. Es el síndrome del rockstar, dices. Como si eso otorgase más valor a su literatura. Si escribiese lo mismo siendo un mediocre profesor de secundaria, como tú, no te habría atrapado del mismo modo. Quizás por eso el éxito de Kafka o de Pessoa, fue insignificante mientras vivieron, porque sus vidas eran las insignificantes vidas de unos tristes oficinistas.
Vuelves a él para cerrar esta historia. Con él empezaste y es justo que con él la acabes. Estas confesiones llegan hasta aquí. Es hora de bajar la persiana y de colgar el cartel de se traspasa. No sólo por eso, dices, sino porque han pasado muchas cosas desde aquella primera confesión. Entonces no habías publicado tu novela Toda la verdad sobre Charles Bukowski, en la que aparece él como personaje. O no, eso ya no le corresponde decidirlo al autor. Una novela sin suerte, dices. Una novela que aguarda a que llegue ese público que le pertenece.
Vuelves a él. O él vuelve a ti. Creías haber leído toda su obra en prosa. Creías que sólo te quedaba el consuelo de su poesía infinita. Creías que debías conformarte con el refugio de la relectura. Alardeabas de ello en aquella primera columna. Ignorabas que todavía leerías dos libros más para alejar de ti esa sensación de orfandad y alimentar la esperanza de nuevos hijos póstumos. Ya no te atreves a sentenciar que conoces toda su obra.
Vuelves a él en ese último libro publicado, imprescindible para escritores, cuyo título original es On writing, aunque se ha traducido como La enfermedad de escribir. Un día deberíamos hablar de las traducciones, dices. Es una selección de su correspondencia en la que reflexiona sobre la escritura, sobre esa incomprensible necesidad de vomitar palabras en un folio en blanco. Escribir como escupir, decía Panero. Otro loco, otro borracho, otro genio. No sobre la escritura, dices, sino sobre el fracaso. Esa es la virtud de este libro: el fracaso y la resistencia.
Vuelves a él porque sientes lo mismo que él. Sientes la decepción del mundo editorial. Sientes que no siempre merece la pena. Él aseguraba que después de publicar por primera vez dejó de escribir durante diez años. Nunca le creíste. Ahora sabes que es posible. Por eso es tan importante La enfermedad de escribir, porque sus palabras brotan de la derrota. No hay mayor recompensa que escribir, lo que viene después es secundario. Quieres creerlo con todas tus fuerzas. Quieres confiar ciegamente en esa frase que escribe en una de las muchas cartas dirigidas a John Martin, el editor que hipotecó su propia vida para publicar los libros de ese autor loco, borracho, genial.
Vuelves a él en busca de consuelo. No buscas consejo. No es ese el objetivo del libro. ¿Se puede enseñar a escribir? La mayoría de talleres literarios sirven para que los escritores fracasados no dejen de soñar. La mayoría de los talleres de escritura sólo son un espejismo. Otra intrusión del capitalismo en el arte. Alguien dijo una vez que para triunfar como escritor en este país se necesita dinero, padrinos o un nombre. Hace poco una editora te contaba las decenas de miles de euros que han invertido algunos autores españoles para que sus novelas se conviertan en best sellers. No existen los milagros, dices. Una vez participaste en un taller de escritura. Lo impartía un escritor que acababa de ganar el premio Minotauro. Había sido marino mercante en un petrolero y tú buscaste en él la sombra de Paul Auster. Los participantes eran en sí mismos personajes de novela. Al menos daban para un par de cuentos. Recuerdas a una señora septuagenaria, con abrigo de pieles y pendientes de perla, interesada únicamente en publicar y presentar su libro en el ámbito cultural de unos conocidos almacenes. Había un tipo que acababa de escribir una novela de más de quinientas páginas sobre los templarios y no sabía qué hacer con ella. Recuerdas a una chica muy joven, con apariencia de adolescente enferma, que nunca miraba a los ojos, y que soñaba con ser Laura Gallego. O aquella mujer venezolana, de carácter imponente y voz grave, que leía sus textos como si declamara un poema. Ahora piensas que tú eras el único que quería aprender algo más sobre el absurdo ejercicio de contar historias. ¿Se puede enseñar a escribir? No puedes negar que aprendiste algo de aquel taller de escritura. Algo insustancial, como que escribir es una toma de decisiones, o a contar una misma historia desde diferentes puntos de vista, y algo mucho más valioso para la vida: no te dejes llevar por las expectativas. ¿Se puede enseñar a escribir? Si alguien te hiciese hoy esa pregunta, tu respuesta estaría compuesta por cuatro títulos: Zen en el arte de escribir de Ray Bradbury, Mientras escribo de Stephen King, Plantéate esto de Chuck Palahniuk, y La enfermedad de escribir. No hay nada más. El resto son patrañas.
Vuelves a él. Vuelves a sus cartas. Vuelves a ese libro para sobrevivir. Para leer cosas como: el rechazo fortalece el alma, la mía ya es un mulo. O como: Hay música en todo, hasta en la derrota. O incluso reflexiones escritas hace cincuenta años que siguen vigentes hoy: Limitar ciertas formas creativas acabará llevando al control y limitación de cualquier forma creativa salvo las que acepten las autoridades de turno. Un escritor debería poder hablar de lo que quiera. Es imposible que la creación sobreviva con tantas restricciones.
Vuelves a él con la sensación de que un ciclo se acaba. Vuelves a él con la esperanza de que su fantasma te acompañe en los nuevos proyectos que emprendes. Vuelves a él para que su voz sea tu voz y puedas entonar una despedida: Lo que ya hemos escrito no sirve para nada. Lo que cuenta es la siguiente palabra.
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