Sólo es un libro, dices. Pero sabes que no es cierto. Lo sabes porque, tantos años después, sigue latente el eco del primer impacto. Es uno de esos libros que lees impresionado de la primera a la última palabra, envidiando en cada una la genialidad de quien las escribió. Incluso para eso es un libro singular, dices. Su autor explica que lo redactó como si alguien se lo dictara. También envidias esa forma de escribir. Hace poco, en una entrevista de radio, dijiste que las historias están ahí y que los escritores sólo somos médiums que las transcribimos al mundo real. Ojalá fuese tan fácil, piensas. Ojalá pudieses escribir sin dolor.
No eres el único que ha sentido esa conmoción al leer la historia de un hombre que en el lecho de muerte de su madre le promete que irá a conocer a su padre. El argumento es sencillo, la magia son las palabras. Las que te atrapan desde la primera línea y las otras, las que al principio te parecen insustanciales y anodinas, pero que se alzan, a lo largo de la lectura, con una fuerza que las convierte en efigies míticas y poderosas, como las dos que dan título a la novela. Un nombre que pronuncias con otra voz después de leer el libro.
Algo así debió sentir Gabriel García Márquez cuando su amigo y escritor Álvaro Mutis le dio un ejemplar de Pedro Páramo y le dijo: ¡Lea esa vaina, carajo, para que aprenda! Y lo hizo. Leyó y se impresionó, y no pegó ojo hasta agotar la segunda lectura. Desde aquella noche en la que devoró La metamorfosis de Kafka y rompió todo lo que había escrito hasta el momento, no había experimentado nada parecido.
Sólo es un libro, dices. La única novela de su autor. De hecho, únicamente escribió dos libros en su vida. El otro, El llano en llamas, una impresión del México posrevolucinario a través de diecisiete magistrales relatos, es también una obra maestra que vive, sin embargo, a la sombra de la genialidad de Pedro Páramo. Después no escribió nada más en casi treinta años. Vila-Matas lo incluye, en su Bartleby y compañía, en la lista de los «escritores del No», esos autores que dejan de escribir sin motivo alguno. El suyo, el motivo que argüía para justificarse, es otra genialidad: ¿Qué por qué no escribo? Pues porque se me murió el tío Celerino, que era el que me contaba las historias.
Piensas en tu abuela. Ella también era quien te contaba las historias. La perseguías con un cuaderno verde en el que anotabas las narraciones fantásticas que convertirías en tu primer libro. Una novela que sigue enterrada y que tiene algo de la voz de Pedro Páramo y de Comala, el pueblo al que viaja el narrador y que te recordaba tanto al pueblo de tu abuela. Esa voz, ese pueblo, esa atmósfera era todo lo que hubieras querido invocar.
A pesar de los dos libros, y de algún otro que ni siquiera aparece en las reseñas de su obra y que era tratado por el autor como un cuento largo, se le considera escritor de un solo libro. Augusto Monterroso escribió una fábula titulada El zorro más sabio en la que el protagonista, el Zorro, no escribe ni una línea más después de publicar dos libros de éxito, dos obras maestras. Todo el mundo le presiona para que escriba, pero él mantiene su postura y, aunque no lo dice, está convencido de que todos desean que publique un libro malo.
No sabes si ese fue el motivo real de su silencio, sólo sabes que tú ya no podrías dejar de escribir. Aunque sea doloroso, dices. Y repites esa frase de Paul Auster que casi tiene ya tu voz y que tus amigos saben de memoria por tu culpa: es mucho peor si no lo hago.
Escritor de un solo libro, insistes. Una sola obra de una influencia inabarcable e inacabable. Como esos artistas que se convierten en leyendas con un solo disco, Never Mind the Bollocks de Sex Pistols, o Grace de Jeff Buckley. Sólo es un libro, insistes. Pero sabes que no es cierto. Se ha traducido a más de treinta lenguas. El Instituto Nobel lo incluye entre los cien mejores libros de la literatura universal. Un prestigioso premio de cuentos lleva el nombre de su autor. Muchos escritores lo señalan como la mecha que encendió el boom latinoamericano.
No. No es sólo un libro. No es sólo un puñado de páginas en las que no sobra ni una palabra. Como un artefacto que hubiese sido construido con precisión matemática. Su extensión es breve. Por esto también te gusta, porque no es necesario un océano de palabras para escribir una obra maestra. A veces con un pequeño lago basta. O un río. Piensas en El extranjero de Camus, o en El gran Gatsby de Fitzgerald. Muchas editoriales los rechazarían hoy por esa idea errónea de entender la literatura en términos de peso y volumen.
Hace más de una década, en El Cairo, mientras visitabas la Ciudad de los Muertos, le dijiste al escritor Eduardo Alonso, con el que habías coincidido casualmente en aquel viaje a Egipto, que ese lugar te hacía pensar en Comala y en cómo los vivos ocupan el espacio de los muertos. Él sonrió y, con su ingenio habitual, te preguntó si habías estado alguna vez en Comala.
Ahora te das cuenta que pensar en Comala y pensar en el libro te lleva de vuelta a un lugar y un momento concretos. Regresas a la universidad y a tu piso de estudiantes y a las conversaciones con B, y a aquella chica que te habló del libro y que estaba loca por ti, aunque tú no lo sabías. Regresas a los descubrimientos y a las noches en vela hipnotizado por las palabras. Y te acuerdas de aquella canción de Joaquín Sabina: en Comala comprendí que al lugar donde has sido feliz no debieras tratar de volver.
Sólo es un libro, dices. Pero sabes que no es cierto. Nunca lo es.
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