Primero supiste quien era él por casualidad. Después, cuando lo conociste, descubriste que las casualidades no existen.

Estabas todavía convaleciente. Tenías veintisiete años y no pensabas que algo pudiera ser para siempre. Los días y las noches se repetían ralentizando la llegada de un futuro incierto para ti. Te aburrías trágicamente, cada noche en el sofá, hasta que encontraste aquel programa, presentado por un escritor que detestas, en el que aparecía él con su sonrisa infinita y una baraja de Tarot en la mano.

Al día siguiente, fuiste a comprar su libro y empezaste a leerlo ignorando que aquellas palabras cambiarían tu vida. Ahora sabes, casi veinte años después, que fueron tus entrañas las que atrajeron al libro, las que clamaban su poder para sanarte, para abrir puertas y ventanas, y caminos cuya existencia desconocías. La danza de la realidad fue para ti como un viaje iniciático. No sólo en el sentido esotérico de la palabra, del descubrimiento de un mundo dentro de nuestro mundo, sino también en el sentido literario. Es un ejercicio puro de literatura en tanto que se trata de una descripción de la realidad, de la vida del narrador, pasada a través del prisma poético. Una autobiografía imaginaria. Es una obra catártica que literaturiza el mundo y que transforma a lector y autor mediante el poder de las palabras, uniéndolos en un acto sanador de la propia experiencia. Es algo que quizás todos deberíamos hacer: inventar nuestra historia como si escribiéramos una novela siendo fieles a cada hecho vivido.

Es uno de los escritores de quien más ejemplares tienes en tu biblioteca, cerca de veinte libros. Sin embargo, no es un escritor. Al menos no sólo un escritor: director de cine, guionista de cómics, actor, mimo, tarólogo, chamán. Te gusta pensar que si él tuviera que elegir una palabra para definirse se quedaría con la de poeta. No porque su poesía sea la creación más sublime de toda su obra, sino porque la poesía es su actitud ante la vida. La poesía como posibilidad de convertir el mundo en una metáfora de algo más poderoso. Esa poesía que él define como el excremento luminoso de un sapo que se tragó a una luciérnaga.

Nació en Chile, aunque su familia venía de Rusia. Vivió en México, de donde huyó porque su vida corría peligro a raíz de la filmación de una de sus películas más icónicas, La Montaña Sagrada, producida por John Lennon. En París, después de haber frecuentado a André Breton, fundó el Grupo Pánico, un movimiento que daba un paso más allá del surrealismo, junto con Fernando Arrabal y Roland Topor. Inventó los efímeros pánicos, génesis de los happenings y las performances posteriores. Ha escrito cerca de un centenar de obras: novelas, ensayos, poesía, teatro, cómics, relatos. Ha dirigido una decena de películas. Ofició la ceremonia matrimonial de Marilyn Manson. Acaba de cumplir noventa y dos años y tiene dos millones de seguidores en Twitter.

Cuando lo conociste, cuando le estrechaste la mano y él tocó suavemente tu espalda y te sonrió, habías leído casi la mitad de sus libros. Algunos los llevabas contigo ese fin de semana que pasaste con él en aquel hotel de la calle López de Hoyos de Madrid. En otra ocasión se los habrías plantado delante para mendigarle una dedicatoria. Ahora sabes que lo que te llevaste de allí, del taller al que asististe con otras cincuenta personas, fue mucho más valioso que un insustancial garabato sobre las páginas iniciales de un libro.

Durante muchos años tuviste el volumen que recoge su poesía completa sobre la mesita de noche. Te gustaba verlo allí, acompañando tus sueños. Es difícil separar su obra de su vida, como ocurre con los artistas puros. Los libros más literarios tienen un componente vital que funciona como una biografía, la suya propia o la de su árbol genealógico, obras como Donde mejor canta un pájaro o El niño del jueves negro.

Su obra teatral, también recogida en un único ejemplar, Teatro sin fin, es una muestra fundamental de sus planteamientos artísticos iniciales y, de algún modo, iniciáticos, como lo son El loro de las siete lenguas y Las ansías carnívoras de la nada, dos novelas lisérgicas menos claras y luminosas que otras obras como Albina y los hombres-perro o El maestro y las magas. Esta última provocó en ti un efecto parecido al de La danza de la realidad: algo cambió en tu interior. Un efecto incluso mayor que sus libros más terapéuticos, los que fueron escritos con voluntad didáctica, Psicomagia, Cabaret Místico, La vía del Tarot, o aquel que compraste a una editorial mejicana porque aquí tardaría algunos años más en llegar: Los Evangelios para sanar.

Lo volviste a ver en un segundo taller, un par de años después. Para entonces ya conocías casi toda su obra y habías visto sus películas. Necesitarías otras mil palabras sólo para explicar tu conmoción al ver El Topo. Y te encontraste con él una tercera vez, en un espectáculo terapéutico en el Teatro Principal al que llevaste incluso a tu madre.

Llegaste a él por la literatura, pero no es sólo un escritor. Alguien lo definió una vez como un calamar, transparente y gigante, que contiene en su interior una amalgama de mundos dispares, poblados por personajes infinitos. Él mismo abre uno de sus libros, Ojo de oro, con una reveladora cita de Whitman: Sí, me contradigo. ¿Y qué? Yo soy inmenso y en mí contengo multitudes.

No deja a nadie indiferente. Para unos es un gurú, para otros un charlatán. Para ti, tu elección si te dieran a escoger con quien pasar una velada. O quizás sólo sigue siendo ese loco que caminaba en línea recta por las calles de Santiago de Chile, junto a su amigo y poeta Enrique Lihn, salvando cualquier obstáculo para imponer la poesía sobre el mundo. O, más remoto aún, un niño con zapatos rojos bailando en Tocopilla la fabulosa danza de la realidad.