Hay una frase suya que repites una y otra vez. Te apropias de ella como si fueses tú quien ha ordenado esas palabras para que digan justo lo que tienen que decir, justo lo que sientes. Las palabras no son de nadie, dices. Y vuelves a la impostura y a la apropiación: no es que escribir me produzca un gran placer, pero es mucho peor si no lo hago.
Sabes de qué habla. Sabes a qué se refiere. Es la respuesta a la pregunta que formulaba Rilke en la primera de sus célebres cartas: examine ese fundamento que usted llama escribir; ponga a prueba si extiende sus raíces hasta el lugar más profundo de su corazón; reconozca si se moriría usted si le privaran de escribir. Él empezó a sentirlo con apenas doce años. Como Capote. Como tú. Aunque entonces, cuando escribías aquellas primeras líneas insustanciales, hubieras sido incapaz de responder. Ahora sí, dices. Ahora sí, repites, consciente del doble valor de esa afirmación.
Lo imaginas muchas veces escribiendo a bordo de un petrolero. Encerrado en su camarote. Librando una batalla entre la necesidad de escribir y la certeza de la futilidad de sus palabras. Escribiendo a pesar de todo, dices. El hecho de que pasara un tiempo de su vida como marino mercante es sólo una anécdota más en su biografía. Un dato que carece de la trascendencia de otros, trabajó en Francia como traductor huyendo de la guerra de Vietnam o estudió literatura francesa e italiana para acabar licenciándose en literatura inglesa por Columbia, y que, sin embargo, se enarbola en todas las contracubiertas de sus libros como la bandera de un hito extraordinario. Como si tuviera mérito, dices, haberse dedicado a un oficio radicalmente opuesto al de escribir. Te acuerdas de Bolaño y de su trabajo de vigilante nocturno en un cámping y piensas que tu biografía carece de interés porque no eres más que un profesor y que, tal vez, no basta con vivir una sola vida para encadenarse a ese amo noble pero despiadado del que hablaba Capote.
Leíste Leviatán en una de esas colecciones de periódico. Todavía desconocías lo que se podía hacer con las palabras y la novela te fascinó. Venías de leer libros de poesía como un fundamentalista de los versos. Las novelas te aburrían porque sólo habías leído novelas aburridas. Leviatán abrió una ventana a la que te asomaste para contemplar un espectáculo literario que ignorabas. También ignorabas que el germen de esta historia está ya presente en el tercer libro de su obra más aclamada: Trilogía de Nueva York. Te la recomendó un tipo extraño que coincidía contigo en alguna asignatura de literatura latinoamericana y al que sólo te unía haber ido al instituto con su hermana. Siempre tenía como un hilo de baba entre los dientes y un millón de tics nerviosos. Te habló de él con una pasión y un fanatismo que te admiró. Tampoco sabías que podían existir groupies de escritores. Eras demasiado joven e ignorabas demasiadas cosas.
Después vinieron El palacio de la luna y El país de las últimas cosas. Subrayaste hasta el exceso Experimentos con la verdad, una miscelánea alrededor del oficio de escribir que incluye entrevistas, ensayos, los relatos de El cuaderno rojo y un texto sublime, Un plegaria por Salman Rushdie, en el que confiesa que antes de ponerse a escribir, cada mañana, piensa en Salman Rushdie y reza por él. Reza porque su vida corre peligro por el hecho, aparentemente insignificante, de escribir en libertad. Cuando lo leíste por primera vez, y en cada regreso, te preguntas si tú serías capaz de tanto valor.
Con Smoke descubriste su faceta de guionista. Viste Blue in the face, en versión original, con esa chica que te volvía loco y lo sigue haciendo, en los ya desaparecidos cines Astoria. Luego llegó Lulú on the bridge, la primera película escrita y dirigida íntegramente por él. La cabeza te explotó. La tuya y la de tus amigos, con los que fuiste a verla al cine club de tu pueblo. Recuerdas las interpretaciones acaloradas que os suscitó y que compartisteis después de la proyección en, el también desaparecido, Vidre. Todo se esfuma, dices. O se empaña, o se ensucia, o envejece mal.
Devoraste, con esa gula que se apodera de ti cuando algo despierta tu interés, El libro de las ilusiones, Brooklyn Follies, Sunset Park, o el imprescindible Diario de invierno, pero ninguno de ellos te causó el impacto de los primeros libros.
Tienes una cuenta pendiente con La música del azar. Has sido incapaz de leer la novela, aunque sea uno de sus títulos más conocidos, que contiene en sí mismo una palabra que se oculta detrás de todas sus historias: el azar, las casualidades que llevan a un personaje a situaciones extraordinarias, a otros mundos dentro de nuestro propio mundo. No has podido leer la novela porque te topaste con una versión cinematográfica que te desagradó y por esa manía tuya de no leer un libro que ya has visto en cine. Sólo una vez has vencido el recelo, con El club de la lucha. Algún día hablarás de ese libro y de Palahniuk y de su influencia en ti como una posesión demoníaca.
Hace quince años le otorgaron el Premio Príncipe de Asturias de las letras, más de una década después se lo dieron también a su mujer, la novelista Siri Hustvedt. Su discurso es un manifiesto que todo escritor, al menos todos los que peleamos contra esta fiebre, debería leer. En él se pregunta por qué alguien querría dedicar su vida a escribir. Y su respuesta parece obedecer, no sólo a su propia interpelación, sino también a la de Rilke: porque no tiene más remedio, porque no puede hacer otra cosa.
Y vuelves a la primera frase, a la que repites y haces tuya, a la que te empuja y te levanta en los momentos en los que sientes que esto, golpear un teclado para ordenar palabras, es algo inútil de lo que eres incapaz de escapar. Porque no tienes más remedio, porque no puedes hacer otra cosa.
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