El final de esta historia es una mesa redonda en la que él participa junto a Miquel Hernandis y Rafa Cervera. Esta historia no tiene final, dices. Quedan muchos libros en órbita. Incluso los que no se han escrito todavía, piensas.
Al pasar junto a ti, Miquel Hernandis te saluda. Sabes que el gesto de darte la mano y decirte qué bien que has venido no es nada, sin embargo te hace sentir importante, como si en ese gesto hubiese algo especial.
En la mesa redonda, que trata sobre la relación entre la música y la literatura, es inevitable que explique sus experimentos musicales. Hace referencia a una canción que compuso como respuesta a otra canción de Morrissey. La idea de que tener mascota ya supone en sí misma un tipo de maltrato, te fascina. Anotas en tu móvil el título de la canción, como si fueras a escucharlo de verdad al llegar a casa, y se lo repites en voz baja a tu amigo F, que ha accedido a acompañarte. Pet is murder, susurras. También habla de la magdalena de Proust y de su último ensayo y de lo poco que le gustan las mesas redondas y el contacto con la gente. A pesar de ello, un tipo se le acerca al final del acto para hacerse una foto con él. Ha estado haciendo intervenciones ridículas durante el turno de preguntas. Tú también podrías acercarte, decirle algo a Miquel que está a su lado, aprovechar esa extraña intimidad que tenéis desde que te hizo aquella entrevista tan loca para El Mundo. Recuerdas aquello de que, cuando pasa a tu lado alguien a quien admiras debes dejarle pasar sin más, y te entran ganas de abalanzarte sobre el tipo impertinente y romperle en la cara su móvil y decirle que no ha entendido ni una palabra.
La primera vez que supiste de él no habías leído nada suyo. Era aquel tiempo, hace un millón de años, en el que las revistas y los periódicos se leían en papel. Ahora leemos menos artículos, porque la marea de internet nos arrastra y sólo leemos titulares. Ya no son necesarios los bomberos de Bradbury para quemar la cultura y los libros. Nos basta otro tipo de fuego, el de la hoguera tecnología. La hoguera tecnológica, repites. Ese podría ser el título de uno de sus ensayos.
Se trataba de una entrevista por motivo de la publicación de su último libro, el segundo del Proyecto Nocilla. En realidad no estás seguro de ello. Podrías buscar artículos y entrevistas de esa época, pero prefieres equivocarte, prefieres que en tu memoria se mantenga esa nebulosa que te hace recordarlo, o imaginarlo, hablando desde Nueva York, o Los Angeles, de poesía y de basura, ajeno al hecho de que diez años después publicaría Teoría general de la basura (cultura, apropiación, complejidad), un ensayo sobre cómo la cultura, y la poesía, nace de los residuos intelectuales que atesoramos.
Lo que más te sorprendió de aquella entrevista, y quizás lo único verdadero que recuerdas, fue su voluntad por conectar el arte con la ciencia, como atestigua su propia vida: es físico y es poeta. No sólo es un afán, dices. Y citas uno de sus poemarios: Yo siempre regreso a los pezones y al punto 7 del Tractatus.
Fue otro científico poeta, tu amigo J.G, quien te animó a leer el primer libro del Proyecto Nocilla. El impacto fue inevitable. Es uno de esos libros, dices. Lo has explicado muchas veces, y siempre lo repites con las palabras de Rodrigo Fresán, hay dos tipos de lectores. Están los que acaban un libro y piensan: ¿Por qué no se me habrá ocurrido a mí? Y están los que suspiran: ¡Qué suerte que se le ocurrió a alguien! En el caso de Nocilla Dream sentiste las dos emociones al mismo tiempo.
Nocilla Dream contiene ciento trece textos cortos, algunos de ellos no más extensos que un poema en prosa, que conectan unas historias con otras para configurar un único universo repleto de imágenes poderosas. Es uno de esos libros, repites, que hacen estallar tu cabeza. A veces un solo volumen, piensas, es suficiente para justificar la obra entera de un escritor. O la de toda una generación. Nuria Azancot utilizó ese término, Generación Nocilla, para referirse a un grupo de escritores que coinciden en el tiempo y el espacio con él. Es uno de esos libros, insistes, que recuerdas no sólo por lo que leíste, sino por cómo te sentías mientras lo leías.
El segundo libro de la trilogía lo devoraste casi seguido. De hecho, funciona como una prolongación del primero. La estructura y los ingredientes de Nocilla Experience son los mismos que Nocilla Dream. No podría ser de otra manera, piensas. Después del impacto inicial, quieres más. En el libro hay una de esas maravillosas coincidencias que, como diría Borges, forman un orden secreto: uno de los personajes cuelga fórmulas con pinzas de la ropa del mismo modo que uno de los protagonistas de 2666, de Roberto Bolaño, tiende libros de matemáticas.
No recuerdas cuál de las dos Nocillas inspiró que un personaje de tu novela, El horror, la chica y Marlon Brando, viviese en una central nuclear abandonada. Quizás en esto también te equivocas y fue la que cierra la trilogía, Nocilla Lab, o ninguna, y lo has soñado, como McCartney soñó la melodía de Yesterday.
En Trilogía de la guerra juega a ser un personaje más, a quebrantar la frontera entre la realidad y la ficción, a romper ese pacto de lectura implícito en la relación autor-lector. Incluso incorpora en la novela fotografías tomadas por él mismo. Es una obra madura que te resultó por momentos inquietante y poética y sublime, como si el científico que hay en él hubiese descubierto la fórmula para moldear el mundo y la palabra a su antojo.
Su último libro es un ensayo delicioso sobre la identidad titulado La mirada imposible. Viste la presentación virtual que hizo Ralph del Valle y te preguntaste si en ese formato sí que se sentía cómodo, a salvo del público, a salvo de preguntas obvias, a salvo de tipos ridículos que buscan una fotografía, que ignoran los deseos ajenos, y a los que querrías romperles el móvil en la cara, al ritmo imposible de Pet is murder, mientras recitas las palabras de una de sus entrevistas más memorables: Soy escritor para estar en mi casa escribiendo, no para estar por ahí animando fiestas, bodas y bautizos.
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