Dices que Gabo podría ser tu abuela. La ocurrencia te hace gracia y piensas en repetirla cuando tengas ocasión, pero te invade la pereza al imaginar las veces que tendrás que explicar quién es Gabo y por qué tu abuela podría ser ese escritor colombiano ganador del premio Nobel.
Tendrías que explicar, por ejemplo, que te gustaban las historias de tu abuela porque en todas ellas había algo de fantástico y real. No sólo las historias, dices, sino la forma de contarlas. Tendrías que explicar, también, que ella y Gabo tenían la misma voz, la misma fuerza narrativa que te arrastra hasta un mundo en el que lo mágico y lo cotidiano conviven y se confunden. La misma voz y la misma fuerza a pesar de que ella no sabía ni leer ni escribir. Historias de apariciones y de muertos que traen mensajes del más allá. Historias de fantasmas que cohabitaban con los vivos como quien tiene una mascota. Historias como la del día en la que ella cayó enferma y vio entre delirios de fiebre a su padre, a quien no había conocido, a los pies de su cama, y lo reconoció, aunque nunca había visto su rostro. Historias que transcurrían en un lugar que a ti se te antojaba tan exótico como Macondo. Un Macondo árido y manchego que, igual que el de Cien años de soledad, no era sólo un escenario, sino un personaje más que vive y siente.
Su obra está llena de libros que brillarían por encima de cualquier bibliografía, El amor en los tiempos del cólera, Crónica de una muerte anunciada, El otoño del patriarca, que se hacen pequeños a la sombra de Cien años de soledad, como hermanos acomplejados por el éxito aplastante de otro hermano que los supera en fuerza, en ingenio, en belleza, porque es, te atreves a decir, el mejor libro escrito en lengua castellana. Esa fue su fortuna y su condena, dices. Es mucho más. Es el alma de la literatura latinoamericana, la mecha que encendió el boom. Todos tenemos en nuestra vida, al menos como lectores, un momento para el boom, una época en la que no podemos dejar de leer sus obras, y las de Cortázar, y las de Carpentier, y las de Carlos Fuentes, y las de Juan Rulfo.
No existe ningún escritor que haya leído Cien años de soledad y no haya sentido su influjo. Después de leerlo quieres escribir como él. Después de leerlo quieres quemar todo lo que has escrito. Después de leerlo sientes lo mismo que sintió él cuando leyó por primera vez La metamorfosis de Kafka y destruyó todos sus relatos manuscritos para ponerse a escribir el que sería su primer cuento publicado. Es el mejor libro en lengua castellana, insistes. Y a pesar de ello darías cualquier cosa por haber escrito El coronel no tiene quien le escriba, o Del amor y otros demonios, o Doce cuentos peregrinos, o incluso aquellos que huyen del realismo mágico y de la ficción y se convierten en crónicas periodísticas llenas de belleza y literatura, como Noticia de un secuestro o Relato de un náufrago.
Que Gabo podría ser tu abuela ya lo sabías mucho antes, pero después de leer su autobiografía, Vivir para contarla, descubres que su estrategia es la misma que la de tu abuela: contar a su manera lo que vieron y oyeron, como si fuesen testigos de la existencia de dos mundos paralelos en los que todo ocurre del mismo modo pero nada es igual. Su vida se cuenta como una novela. La vida de tu abuela podría explicarse también como el argumento de cualquiera de sus libros. No sólo por la confluencia de esos dos mundos gemelos, el real y el fantástico, y la aceptación de lo sobrenatural como un hecho cotidiano, sino por la aceptación de otra realidad mucho más terrible: la vida miserable que le tocó vivir. Tu abuela tenía doce años cuando quedó al cargo de su madre ciega y de su hermana enferma. Te lo contaba así: a mi hermana, la pobrecica, se le salió el corazón de la caja, y mi madre se quedó ciega porque había llorado tanto en esta vida que, cuando le dieron la noticia de que mi hermano Federico había muerto en la guerra, las lágrimas no tenían por donde salir.
Gabo, ese escritor colombiano que fue a recoger el premio Nobel de literatura vestido con una guayabera blanca, saltándose el protocolo que exige vestir de máxima etiqueta para la ceremonia, que fue amigo de Fidel Castro, que tuvo durante un tiempo vetada la entrada a Estados Unidos, ese escritor que sufría de golondrinos y que lloró el día que tuvo que matar literariamente al coronel Aureliano Buendía, podría ser tu abuela y haber escrito su historia, la misma que tu escribiste y que duerme en un cajón como un intento frustrado de reproducir su voz. Ahora, que ella ya no está, volverías a esas trescientas páginas, torpemente escritas, para recuperar, sobre todo, su risa. También en eso se parecen, ella y Gabo, dices, en la sonrisa sincera y pura de aquellos que vienen de la tierra, que han comido cortezas de naranja asadas o que han vivido en una casa de adobe.
Hace unos meses, tu padre, que es un lector voraz, te confesó que se había aficionado a los audiolibros para acompañar sus largos paseos. Ese mismo día había acabado de escuchar Cien años de soledad. Hablasteis del libro y del autor y de lo mucho que le había gustado y de cómo era posible que no lo hubiera leído todavía, pero no le hablaste del pensamiento que aquella confesión había provocado en ti. No un pensamiento, dices, un deseo que tomó forma en cuanto colgaste el teléfono: que la voz que narró para tu padre la mejor novela escrita en lengua castellana, fuese la voz, dulce y quebrada, de tu abuela.
Cierras los ojos y escuchas.
Comentarios