Nunca te ha gustado llegar a las ciudades que no conoces de noche. El miedo a lo nuevo se mezcla con el eco del todavía reciente pavor al aterrizaje. París es diferente, dice tu mujer. Tú piensas: París no se acaba nunca. No sólo porque sea una frase lapidaria de Hemingway, sino porque es el título del libro que has comprado para el viaje y que estás deseando comenzar a leer.

El agente del tour operador, que os ha recogido en el gigantesco aeropuerto Charles de Gaulle, os comunica que el autobús no puede llegar hasta la puerta del hotel, por eso os deja en una calle cercana y tenéis que recorrer los escasos cincuenta metros arrastrando las maletas. Al cóctel de miedos se suma ahora tu indignación. Me parece muy mal que no nos acompañe nadie hasta el hotel, dices, y lo repites una y otra vez  en una retahíla de gruñidos y estufidos. Tu mujer sonríe, ella siempre sonríe, y entonces su sonrisa te calma, te ilumina, te hace darte cuenta de lo ridículo que eres, y se convierte, su sonrisa, en un faro que os guía, que alumbra toda la calle, esa calle estrecha que reza: rue de Moscou, a los pies del Montmartre, a un tiro de piedra de las efervescentes aspas del Moulin-Rouge. Te dejas llevar por esa luminosidad, que ella, consciente, ha desplegado para que te calles, para que recuerdes que una simple sonrisa puede quebrar toda la desolación de este mundo cruel, incluso la que sientes cuando entráis en el hotel y te maldices por no haber reservado una habitación en un hotel de cuatro estrellas, en lugar de en aquel hostal reformado en el que todo tiene unas dimensiones mínimas, como una caja de muñecas. Tu mujer vuelve a sonreír y su sonrisa te convence de que es más bonito estar en París en un edificio como este, en una habitación como esta, que en lugar de mesita de noche tiene una radio empotrada, o que no tiene cortinas en el baño, sino un gran ventanal translúcido a través del cual, los vecinos de enfrente, pueden intuir vuestras siluetas desnudas mientras os ducháis.

Es tan tarde que decidís no salir para afrontar la ciudad con más fuerza al día siguiente. El sueño te atrapa entre la voluntad de habituarte a los nuevos ruidos que pueblan tu noche, a un extraño olor a humedad que llena la habitación, y a la presencia de las sombras que te esperan en la ciudad: Hemingway, Víctor Hugo, Rimbaud, Kundera, Jodorowsky, que se pasean por la habitación y remueven tus cosas, tu ropa, tu neceser, o que pasan las páginas del libro que has traído.

Aunque conoces al autor y recuerdas algunos artículos suyos, París no se acaba nunca, es el primero de sus libros que lees. Podrías haber empezado por alguno de los que devorarás tiempo después, Bartleby y compañía, La asesina ilustrada, El mal de Montano, Dietario voluble, Exploradores del abismo. O cualquier otro de los casi veinte títulos, entre novelas, ensayos y cuentos, que lleva escritos en ese momento en el que te sientas en el inodoro de un hotel de París, que bien podría ser el escenario de una película de David Lynch, para sumergirte en una novela y una ciudad que te atraparán para no dejarte escapar jamás.

La novela es un ejercicio de autoficción y metaliteratura, como casi toda su obra, que tiende a borrar las fronteras entre la realidad y la invención, y que narra la época en la que escribió su segundo libro, cuando vivía en París, en una buhardilla alquilada a la escritora Marguerite Duras. Mientras lees, un frío inesperado te hiela las piernas. Es imposible, dices. Aunque es diciembre, el radiador está ardiendo. Buscas el lugar por donde se cuela ese soplo de viento díscolo que perturba tu paz y lo encuentras: un agujero en la ventana del cuarto de baño, un orificio por donde se cuela la calle. Metes el dedo en hueco y recorres con la yema la circunferencia perfecta. No hay duda, dices, es un agujero de bala.

El secreto del agujero de bala, has tomado la determinación de no contárselo a tu mujer y descubrir su misterio por ti mismo, te perturba y te acompaña durante todo el viaje, como una piedra en el zapato que te molesta pero no te impide caminar, incluso cuando crees haber visto, en una enorme bola de Navidad en medio de la Place Vendome, el reflejo de Hemingway saliendo del Ritz. O incluso cuando llegas a la Tour Eiffel y se te ocurre que, en realidad, es un gran falo que atrae a millones de turistas ávidos de deseo, porque no puede haber romanticismo en una construcción de frío acero, porque creen sentirse enamorados a sus pies, cuando lo que están es excitados y calientes y ansiosos de penetrar o ser penetrados, sobre todo en las noches en las que el pene de París eyacula un espectáculo de luces blancas que se derrama por toda su estructura. O incluso cuando paseas por la orilla del Sena y te sientes como si estuvieses dentro de todas las películas y todos los libros que has leído y te parece ver, asomados en los puentes que cubren el río, a Cortázar, a Scott Fitzgerald, a Carles Riba, a Orwell como un clochard.

No lo sabes. No te das cuenta. Crees que es tu afición a la novela negra, pero se trata del influjo que ejerce en ti el tono del libro que estás leyendo. Es esa confusión entre la literatura y la vida lo que te afecta, esa obsesión, que es el objetivo final de todos sus libros, de que una se convierta en la otra, esa búsqueda de la verdadera identidad personal, que ha llevado a la crítica literaria a poner su nombre detrás de cada nuevo escritor que aparece oculto bajo un pseudónimo. Lo que te sorprende es que nadie pensara en él como en el artífice de Carmen Mola.

La última noche en París coincide con el final del libro. La habitación vuelve a llenarse de fantasmas. Los echas a todos, excepto a uno que se niega a salir del baño. Abres la puerta y encuentras a un tipo, que te resulta familiar, sentado en el inodoro leyendo la novela que acabas de terminar. Antes de que puedas preguntarle, un estruendo irrumpe en la ventana y origina un pequeño agujero que se reproduce en su pecho y comienza a brotar la sangre. Te acercas al orificio y miras por el hueco y ves en la calle a Cortázar con una pistola humeante que te dice: esta es la verdad de la literatura.

A la mañana siguiente, en pleno check out, tu mujer le pregunta al recepcionista sobre el agujero del baño. Él le explica algo que no llegas a entender y los dos ríen. De camino al aeropuerto tu mujer te cuenta que el agujero, y otros muchos que hay en el edificio son producto de la desorientación de ciertas aves que pierden el control de su vuelo y se estrellan contra los cristales formando un círculo perfecto con el pico. Te sientes ridículo. Te das cuenta de que has dejado olvidado el libro en la habitación y adviertes una angustia que crece porque sabes que, además de la novela, dejas algo mucho más importante en esta ciudad en la que cientos de palomas se suicidan contra los cristales de todas las ventanas mientras repiten como un mantra que París no se acaba nunca.