No recuerdas qué libro era. Recuerdas que lo abriste en el tren y fuiste incapaz de leerlo. Recuerdas que lo intentaste de nuevo en aquel hotel de Madrid, en la calle López de Hoyos, en un intento de ahuyentar esos fantasmas que acechan cuando se comparte habitación con la soledad. Recuerdas que desististe. Es viernes por la noche. Te alojas en el mismo hotel en el que al día siguiente empieza tu encuentro de fin de semana con Alejandro Jodorowsky. Quedan unas horas para que lo conozcas. Estás nervioso. La lectura te calmaría, pero el libro que has traído no consigue ese efecto. Te sientes como si quisieras emborracharte y abrieras el minibar y sólo encontraras refrescos y cerveza sin alcohol. Esta noche necesitas ponerte ebrio de literatura. Esta noche ocurre hace casi veinte años, todavía no se accede al mundo desde la palma de la mano, desde una pantalla atiborrada de aplicaciones. Todavía no sabes que podrás llevar contigo cientos de libros en un dispositivo de tinta digital que pesa menos que un poemario. Acabas poniendo la tele y narcotizando tu mente con imágenes que pugnan por mantenerse el mayor tiempo posible en pantalla contra la tiranía del mando a distancia.
Cuando despiertas ya no piensas en el libro, ni en leer, ni en cómo unas letras impresas en negro sobre blanco pueden calmar la agitación cotidiana. Sólo piensas en las horas que tienes por delante, en el taller, en conocer en persona a Jodo. Ignoras que al terminar la jornada y al regresar a la habitación, volverá la inquietud y la necesidad de consumir literatura. Ignoras que bajarás a esa librería que está pegada al hotel, que no es una librería, sino una franquicia en la que venden también otros artículos de entretenimiento, a buscar una dosis que sacie tu sed. Ignoras que entre todos los títulos escogerás uno del que crees haber leído una reseña recientemente. Ignoras que, en realidad, es el título quien te escoge a ti. Ignoras que regresarás a la habitación y que subirás por las escaleras, porque el ascensor se habrá estropeado, sintiendo el peso de las poco más de seiscientas páginas en tu mano. Ignoras que te quitarás los zapatos y te lanzarás sobre la cama y comenzarás a leer los relatos que componen La velocidad de las cosas y te estallará la cabeza y se apoderará de ti esa sensación que se repite cada vez que un escritor te demuestra que todavía existen nuevas formas de hacer literatura.
A veces es un boom, a veces es un crac, dices.
Lo primero que sientes es un desconcierto ante lo que estás leyendo, te pasó algo parecido con el Aleph de Borges. No entiendes nada hasta que lo entiendes todo. Como si, llegado un punto concreto de la lectura, se accionara un interruptor en tu mente que te hace comprender que lo que estás leyendo sólo es la punta de un iceberg. Luego viene la euforia. Te sientes igual que cuando eras un niño y fijabas la mirada en una de esas láminas de colores hasta que aparecía un dibujo en tres dimensiones. Como si compartieras un secreto con el autor. A veces es un boom, a veces es un crac. Ese desconcierto y esa euforia te acompañan en la lectura de cada uno de los catorce relatos de La velocidad de las cosas. Son cuentos largos, alguno de más de cincuenta páginas, o incluso cien, como armazones de novelas que no quieren serlo. Los personajes se pasean por cada una de las historias, como invitados o turistas, haciendo cameos literarios que alimentan el universo al que pertenecen. No sólo en este libro, dices. Cuando leas Historia argentina o Vidas de santos, o cualquiera de sus novelas, descubrirás que también se mueven de uno a otro libro, igual que Canciones Tristes, una ciudad imaginaria que recorre el mapa a su antojo, o al antojo de su autor.
Esa es la fotografía. Tumbado en la cama de un hotel, comenzando la lectura de un libro que no sabes si terminarás. También ignoras que después no podrás parar. Te suele pasar. El boom, o el crac, lleva consigo una voracidad irrefrenable. Querrás más. Después vendrá El fondo del cielo, una novela que no es de ciencia-ficción pero que está llena de ciencia-ficción, que te sorprenderá con un estilo más sobrio que el de La velocidad de las cosas, una austeridad de lenguaje que intentarás imitar, sobre todo en esa novela que duerme en un cajón y que algún día, si te alcanza el efecto Jack London, despertarás. Buscarás Vidas de santos en la red, porque será imposible conseguirlo en una librería. Leerás Historia argentina y Mantra con cierta angustia, porque descubrirás que corrige y aumenta sus libros en cada nueva reedición y sentirás que lees unos libros inacabados. Infinitos, dices. Jardines de Kensington te contagiará la pasión por Peter Pan, te mostrará la verdadera historia de James Matthew Barrie, te volverá a estallar la cabeza igual que en el primer libro que leíste de él, te acompañará todo un verano, que bautizarás como el verano Peter Pan, en el que verás todas las versiones cinematográficas y leerás la obra original de Barrie.
Tiene ese poder, dices. Te abre puertas y ventanas por las que se cuelan en tu vida libros y películas y canciones que no conocías y que se quedan contigo para siempre. Sus prólogos y sus traducciones te han llevado a Carson McCullers, a Cheever, a Mark Oliver Everett, a Denis Johnson.
En las primeras líneas de Apuntes para una teoría del lector, el primer relato de La velocidad de las cosas, hay una idea que repetirás cientos de veces, esa idea de lo que uno siente cuando lee algo que le estalla la cabeza. Cuando lo lees por primera vez, tirado en la cama de un hotel de Madrid, completamente vestido, no lo sabes, ni siquiera lo intuyes. Tampoco sabes que al autor ya lo has visto antes, en un pequeño papel, como si fuese uno de sus personajes que se ha colado en una historia que no le pertenece, en Martín Hache, una de tus películas favoritas. Esa coincidencia podría ser el germen de cualquiera de sus cuentos. Ya estaba en tu vida antes de conocerlo, antes de que lo descubrieras, antes de que lo reconocieras como un Borges actualizado, o como alguien lo ha llamado, un Borges pop.
Respiras hondo. Sientes la calma. La soledad se desvanece. La habitación se torna un lugar apacible. Esa es la sensación. Este es libro, dices.
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