A veces la literatura desaparece y deja espacio a la vida real. A veces se impone inexorablemente y te sientes incapaz de huir de ella. A veces, esas son las mejores, se presenta de un modo fortuito, como quien no quiere la cosa, y te sorprende con la gracia de un encuentro inesperado. ¡Ah, sí!, dices entonces, yo te conozco.
Estás en una caseta del Mercado reconvertida en restaurante. No es un restaurante, dices. No sabes qué nombre ponerle. Intenta emular los puestos de comida callejera de Tailandia, pero sin abandonar el glamour que necesita el cliente occidental. Los cocineros elaboran los platos delante de ti. Estás sentado en la barra que los rodea y piensas que la gastronomía es otra forma de viajar. Como la literatura, dices. El bullicio del Mercado contribuye a esa sensación. Y el olor de los puestos de pescado. Los sabores también te trasladan a un lugar del mundo en el que no has estado. Uno de los cocineros habla con un acento que crees reconocer. Uruguay, dice. ¡Uruguay!, repites. Prácticamente han cerrado todas las casetas. Los últimos comensales han pagado ya. Sólo quedáis tú y tus amigos. Entonces llega: ¡Ah, sí! ¡Yo te conozco! Recitas en voz alta los nombres de Onetti, Jorge Drexler, Pepe Múgica. Le hablas de la película sublime que Kusturica rodó sobre el expresidente (también le hablarías del documental fantástico sobre Maradona, pero te parece una indiscreción mostrarle tu admiración por un argentino). Aunque podrías nombrar también a Galeano o a Cristina Peri Rossi, pronuncias ese apellido de sonoridad italiana en el que todo el mundo reconoce al escritor uruguayo más universal. Al menos el más popular, dices. El cocinero acaba de trocear una anguila ahumada y ensambla el plato delante de tus narices. Sonríe satisfecho y te dice que está harto de oír los nombres de Forlán o de Luis Suárez cada vez que alguien le pregunta de dónde es, como si en Uruguay sólo se jugase al fútbol. En ese momento te incorporas sobre el taburete y recitas de memoria un poema corto y jocoso titulado Terapia. Ninguno de los dos necesita decir a quién pertenece cuando acabas y tus amigos y el resto de cocineros aplauden: Para no sucumbir ante la tentación del precipicio, el mejor tratamiento es el fornicio.
El poema pertenece a Las soledades de Babel y a ese tiempo en el que sólo leías poesía, y en el que vivías lejos de todo, y en el que escribías cartas de amor para salvar la crueldad de los kilómetros. En el mismo libro hay un poema, Utopías, que copiaste a mano en una de tus cartas. Luego le regalarías el libro a la destinataria de todas aquellas palabras. Todavía lo conservas. Todavía lees el mismo poema. Todavía suscribes cada uno de sus versos.
No sólo en el restaurante del Mercado. No sólo en una de tus cartas. En muchas otras escenas de tu vida aparece como un figurante, o como un personaje secundario que sin aportar nada a la trama la llena de luz. Igual que en El lado oscuro del corazón. Esa película que te recomendaron y que no viste hasta muchos años después. Esa maravilla construida sobre poemas suyos y de Oliverio Girondo. Ese homenaje a la poesía en el que interpreta a un borracho que recita versos en alemán. ¡Ah, sí! ¡Yo te conozco!, dices.
Poeta. Novelista. Cuentista. Dramaturgo. Actor ocasional. Incluso cantante. Oíste su voz acompañada por la guitarra de Daniel Viglietti en el espectáculo que grabaron juntos en 1985. Poeta y cantautor recitaban y cantaban los poemas y las canciones de uno y otro. No podías imaginar que verías ese mismo recital en 2002, en el cine La Esperanza de Sant Vicent del Raspeig, a pocos metros de ellos y agarrando la mano de esa misma chica a la que le escribías cartas, a la que le copiabas poemas a mano, a la que le dedicabas libros que no habías escrito tú. ¡Ah, sí! ¡Yo te conozco!, dices.
Leíste La tregua con desconfianza. Tenías la idea equivocada de que un poeta de su talla no podía ser también sublime en narrativa. Por eso, quizás, leíste el estudio introductorio que acompaña la novela. Nunca más lo has hecho. Recuerdas la desolación al toparte de lleno con un destripe (te niegas a usar la palabra spoiler) en toda regla. Deberían avisar, dices. Deberían imprimir en la primera página uno de esos triángulos amarillos en los que aparece la figura de un hombre atravesado por un rayo. Una de esas señales de peligro que puedes encontrar a los pies de una torre de alto voltaje. Así es como te sentiste. A pesar de todo, la novela te conmocionó. Algún día volverás a leerla. Algún día que no temas caer en una profunda melancolía. Ese día en el que decidas no leer ninguna novedad y repasar, uno a uno, todos los libros de tu biblioteca. Ese día en el que digas de nuevo: ¡Ah, sí! ¡Yo te conozco!
Poeta. Novelista. Cuentista. Dramaturgo. Es difícil quedarse sólo con uno. Su obra de teatro Pedro y el capitán es un ejercicio estremecedor. Víctima y verdugo conversan en un contexto político muy concreto y, sin embargo, extrapolable a cualquier lugar del mundo en el que habiten monstruos con tal menosprecio por la vida que sean capaces de torturar a un semejante. Es una lectura necesaria todavía hoy, dices. No para recordar, sino para evitar lo que puede venir, ahora que las bestias salen de las sombras sin complejos ni vergüenza.
Si alguien te preguntara por él, si alguien te dijese: ¡Ah, no! ¡No lo conozco! Le recomendarías la lectura de su cuento La noche de los feos. En él se encierran todos los rasgos de su literatura. Tanto la sensibilidad como la reivindicación. Tanto la poesía como la denuncia. Es un relato que lees cada año a tus alumnos. Es un relato que lees cada año para ti. Para no olvidar, dices. Es un relato que deberían leer también los monstruos y las bestias.
Vuelves otra vez al Mercado. Vuelves a las cartas. Vuelves a aquel poema copiado. Vuelves a El lado oscuro del corazón. Vuelves a las canciones de Viglietti. Vuelves al pasillo de la facultad donde leías La tregua entre clase y clase. Vuelves, sobre todo, al recibidor de casa de tus padres, y a la sorpresa de descubrir, tantos años después, que aquel póster enmarcado que colgaba de la pared, reproducía uno de sus poemas más conocidos. Ese poema que también aprenderías de memoria y que empezaba así: Mi táctica es mirarte… Siempre había estado ahí. Incluso antes de que supieras leer o de que conocieras qué es la poesía. Antes de muchas cosas. Como un rayo verde en el horizonte. Como un signo premonitorio. ¡Ah, sí!, dices con la emoción de un reencuentro, ¡Yo te conozco!
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