«Mi dulce putita Nora: hice lo que me dijiste y me hice dos pajas cuando leí tu carta. Estoy encantado de saber que en efecto te gusta que te den por el culo”. La carta que así empieza la firma nada menos que James Joyce, el escritor irlandés considerado uno de los genios literarios más relumbrantes de la Historia. En 1904, caminando por las calles de Dublín, conoce a Nora Barnacle, una joven rebelde que abandonó su hogar para trabajar como sirviente en un hotel. La joven Nora tenía buen porte y se contoneaba al andar. “Era abierta y apasionada, hablaba de su amor sin ambages”, dice Paula Izquierdo en su libro Cartas de amor salvajes que recoge “las cartas más encendidas de la literatura”.
DULZURA Y TRAGEDIA
En este ensayo, publicado por Aguilar en el 2000, Izquierdo, doctora en psicología y escritora, repasa el epistolario de grandes figuras literarias tales como Emilia Pardo Bazán, Oscar Wilde, Edith Wharton, Miguel de Unamuno, Scott Fitzgerald, Kafka, Sartre, Paul Bowles y Henry Miller, entre otros, que mantuvieron correspondencia con amantes pertenecientes al ámbito literario, en ocasiones , y en otras personajes ajenos a él. En todas estas correspondencias hay un halo de desesperación y frustración que recorre las líneas caligrafiadas que dirigen a amantes lejanos o desafectos. Los novelistas y poetas que las escriben a sus amados y amadas se muestran desnudos de cuerpos y almas. Es el caso del antes citado James Joyce, por ejemplo, que muestra aquí su lado más oscuro. Algo que en su carácter irascible y díscolo se veía venir desde su infancia, ya que el niño Jim era aficionado a proferir tacos en la escuela. En las cartas a la que veintitantos años más tarde tras ese feliz encuentro callejero convertiría en su esposa, Joyce vierte sobre el papel impoluto y de caligrafía ordenada las más impresionantes obscenidades, dignas de una novela pornográfica o de un delirio escatológico. Al lado de estas cartas calientes hay otras que sorprenden por su dulzura y ñoñería, como las de la muy oronda Pardo Bazán a su querido Benito Pérez Galdós, al que llama “mi ratonciño”, “mono”, “pánfilo de mi corazón” . Y agrega: “rabio también por echarte encima la vista y los brazos y el cuerpote todo. Te aplastaré. Después hablaremos dulcemente de literatura y de Academia y de tonterías. ¡Pero antes te moderé el carrillito! “.
Las cartas más trágicas ,sin duda, son aquellas que estando en prisión a causa de su relación con el hijo del Marqués de Queensberry , Lord Alfred Douglas, escribió el poeta y dramaturgo Oscar Wilde al causante de su desgracia. Este se deshizo de ellas y volvió a meterse en el armario casándose con una joven aristocrática, mientras Wilde agonizaba en su exilio francés, pobre y olvidado. “Todo gran amor tiene su tragedia, y ahora le ha tocado el turno al nuestro”. “Tú me has enseñado el divino secreto del mundo”, son algunas de las frases que resaltan en esta correspondencia conmovedora.
UN MUNDO ROTO
La más extraña de estas historias epistolares es la de Henry Miller, fogoso amante de varias mujeres, entre ellas Anaïs Nin, en su tiempo de exilio parisiense. A los ochenta y cuatro años, en su refugio californiano, el anciano escritor, ya en silla de ruedas, conoce a una aspirante a escritora y actriz , Brenda Venus, de gran belleza. La joven veinteañera es una admiradora de su obra y recurre a toda clase de artimañas para llegar hasta él y seducirlo. No le cuesta mucho, ya que el viejo Miller a pesar de estar impedido y no poder mantener relaciones sexuales, se enamora perdidamente de ella y le dirige unas mil quinientas cartas en un espacio de tiempo que se calcula en unos cuatro años, desde 1976 hasta la muerte del escritor en 1980. El erotismo que despliegan sus cartas es solamente imaginario, pero parece tan real y vívido como el que se expresa en las ardientes cartas joyceanas.”¡Qué caliente estás! Me llenas de besos. Deseo besarte. Estás entregada. Me agarras el miembro y te lo pones entre las piernas. Entra suavemente, lentamente incluso. Tu órgano está deliciosamente formado. Es angosto y profundo. Me retienes como lo haría un dedo. Naturalmente no puedo aguantarme más. Me voy -al igual que tú- al mismo tiempo”.
Los literatos que forman esta curiosa galería que recoge la autora Paula Izquierdo no abandonan su estilo, nos dice, y al mismo tiempo reflejan en esta escritura “doméstica” el espíritu de su tiempo. “El mundo del siglo XX se presenta como un gran cristal que se ha lanzado contra el suelo y ha estallado en mil pedazos”, nos dice en el prefacio. Tal como ocurre con los diarios, algunos escritores dejaron ex profeso estas cartas, tal vez con la secreta esperanza de que se publicaran un día. Algo que ocurrió casi por azar, en muchos casos, ya que hubo quienes ordenaron su destrucción post mortem. Miguel de Unamuno conservó, inexplicablemente, las cartas de Delfina, una “fan” argentina que lo persiguió hasta su destierro en Fuerteventura, aunque el casto don Miguel no cedió a su acoso y cortó de raíz con ella y sus plañideras misivas..
“El género epistolar quizá termine por desaparecer”, nos advierte Izquierdo ya a comienzos del S. XXI , cuando escribe su ensayo. Culpa al teléfono, al fax y al correo electrónico, protagonistas indiscutibles de la comunicación erótica en aquellos tiempos ya tan lejanos en los que no existían las redes sociales ni el Whats App. Hoy ya se puede afirmar que la diosa del amor y su mensajero alado ya no usan los servicios de Correos sino los de Tinder. Y es una lástima. ¿Cuándo fue la última vez que los que leen esto se sentaron a escribir una carta -que no fuera comercial o de presentación o burocrática- y se volcaron en cuerpo y alma a un ser amado?
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