Las razones de este desamartelamiento pueden ser numerosas y extravagantes: porque tenemos más tiempo para conocer los abundantes defectos de nuestra pareja, y, por ende, para aborrecerla; porque los días se tornan insoportablemente extensos y con alguien hay que liberar nuestra frustración; porque ese valioso espacio de intimidad, esos rincones de celoso silencio, en los meses de estío, desaparecen o acaban comprimiéndose por completo; porque sube el precio del carburante; y, muy especialmente, porque la salsa de tomate de los macarrones, en la canícula, no sabe igual, no sabe a nada. Se alega por costumbre —en cualquier época del año, es vieja tradición— hallarse en un febril estado de asfixia conyugal. Si por culpa de las abrumadoras temperaturas, amigo mío, esa asfixia se vuelve gruesa, la catástrofe resulta ineluctable y perfecta. No me toques, necesito respirar. Las bocanadas de brisa hirviente maridan mal con los amorosos abrazos. «Hágase usted a un lado, señora, se lo ruego encarecidamente». «¿Señora? Soy tu mujer, payaso». Las terribles y encrespadas olas de calor provocan el naufragio de los últimos vestigios de nuestra cortesía: ,«¿Qué vestido me pongo, el verde o el azul?» «Da igual, los dos te hacen gorda».
Así, con esta tensión insufrible, con este clima de sudorosa hostilidad, con este desplome vertiginoso de la libido y aun de las ganas de vivir, con la ya distante y añorada primera época del cortejo y las revoloteantes mariposas en la barriga —un dulce periodo arrumbado lastimosamente en el trastero de esos felices tiempos que jamás regresarán—, no hay quien logre regar la flor de un esplendoroso romance. Bajo este sol de injusticia, se le derriten a uno los empastes de la muela y los sublimes deseos de amar. La cópula, a cuarenta grados, se antoja abominable y quimérica. Atormente usted a su venerable padre con semejantes fantasías, marrano.
El asfalto, en las calles, crepita rabiosamente como la leña en el hogar de un pudiente. Lo de Troya fue solo una fogata de excursionistas. El paisaje urbano se precipita aquí con los brazos abiertos y la lengua fuera sobre un colorido lienzo de Dalí: automóviles blandos, casi licuados, junto a las aceras; el campanario plegándose lentamente sobre sí mismo, suspirando con grave resignación. En el sur, el hielo del café arde como una pira sagrada. Las papeletas del voto penetraron sofocadas en las urnas andaluzas, con la tinta en ebullición. Se calculó el resultado de los comicios a ojo de buen cubero. Bochorno de irrespirables ideologías y alegre fiesta democrática. Mayoría absoluta en los termómetros. Váyase, señor verano, váyase.
Mi reino por un abanico, mi hacienda por un ventilador de marca blanca. Se nos despierta brevemente la exangüe lujuria con la imagen estimulante de una pistolica de agua, o con la extraordinaria visión de los frescos chorros del surtidor rijoso en la plaza. Ríase usted de Hércules y de sus forzados trabajos: él no tuvo que dormir con su señora en la misma cama, a mediados de julio. A la Hidra de Lerna, créame, la habríamos matado nosotros sin despeinarnos.