Aparece en ocasiones, amor singular, en una época en que ni siquiera el buen gusto recomienda su exhibición. Se presenta en determinados casos, amor extraordinario, en un instante tan alejado de las conveniencias, en un paraje tan oscurecido, tan alejado del camino principal que ni siquiera —y muy especialmente— el sentido común recomienda su ostentación. Es el opíparo banquete servido a destiempo en un salón vacío, cuando se han retirado de la mesa por pura formalidad el pan y los cubiertos, cuando hace ya largo rato que se marcharon los músicos.

El amor irrumpe a deshora en el corazón de una fatigada madurez, no obstante, como un huracán violento y rebelde, imprevisible, sordo a la desaprobación y a los reproches, irreverente e impertinente, desafiante y caprichoso, y encuentra uno, desde ese preciso momento, que no puede ni tomar la sopa en paz, porque tanto se estremece la cuchara en la mano que los fideos se le derraman sobre los zapatos. Ahora, mientras desmigamos ceremoniosamente el pan que vamos a arrojar a las palomas, estamos decidiendo con esmero la longitud del verso que dedicaremos a nuestra amada. Nos contemplamos en el espejo de soslayo, en una dulce penumbra, entornando coquetamente los ojos para no ver las arrugas, o para descubrirlas con menguada nitidez.

De camino a la floristería hay que hacer un alto forzoso para visitar antes al cardiólogo. Mientras permanece inclinado, más tarde, ofreciendo las nalgas, mientras se deja faenar alegremente al proctólogo, se halla deliberando el amante, se halla pensando el nuevo y flamante enamorado en el modo adecuado en que obsequiará a la dama. Parecía que estaba vendida hasta la última merluza, que no quedaba en la tienda ni la fregona, y de pronto, inopinadamente, nos sugieren un precioso rodaballo. Antes de la cita tiene uno que adecentar a conciencia, escrupulosamente, una de las tres dentaduras postizas: elegimos la de los días de fiesta, la de los días señalados. Se hace imprescindible ensayar el paso, hay que tratar a toda costa de enderezar la espalda, que ya se nos había vencido con el tiempo, con los disgustos, con los años. Por encima de todo, es fundamental huir de la monserga de los allegados, de los seres queridos, del sermón pretendidamente razonable sobre la inoportunidad de rondar a una muchacha que podría ser nuestra nieta. A palabras juiciosas, oídos tozudos.

De un tiempo ya distante a esta parte, los atardeceres habían extraviado su soberbia belleza, y ahora, qué torrentes de azafranados destellos, qué rizadas pinceladas de ocre, de espléndida púrpura, cómo se desborda hoy el crepúsculo en magníficos raudales de colorido alborozo. Los paseos prescritos por el médico han dejado de ser grises, han dejado de ser trabajosos; ahora, en estos paseos, que se antojan ya tan breves, solo hay sitio para el tarareo, para la sonrisa bobalicona. Los perros que ayer nos ladraban desapaciblemente hoy parecen murmurar satisfechos. A los vecinos que solían cruzarse en nuestro camino tan fastidiosamente hoy quisiéramos abrazarlos, hoy querríamos colgarnos de su cuello y balancearnos plácida y amarteladamente mientras, con aire somnoliento, con ojos soñadores, les describimos el objeto de nuestra pasión, de nuestro amor tardío.