Lo que este largo y revuelto año deja atrás, entre brumas de ensortijado calvario, entre comedias de lenguaje ideológico, riñas poéticas e intestinas de familias políticas, reformas laborales y facturas de electricidad gangrenadas, es la sólida y cosquilleante impresión de una insoportable experiencia ya vivida con anterioridad. Es decir, el reflejo —también insoportable— de la huella profunda y gelatinosa de una luctuosa tragedia. Este año que acaba, copia perfecta y maldita del anterior, que se erigió por fuerza en negra y descarriada oveja del calendario más infame, será recordado, a nuestro pesar, otra vez, como el año de las tímidas luces y las opacas sombras, como el año del temor, del pellizco en la barriga, como el monstruo blasfemo e insaciable que, con obsceno capricho, tambaleó nuestras vidas.
El pudor que han exhibido tenazmente las autoridades al referir las cifras del desastre —y hablar de pudor entre gobernantes es mucho hablar— resulta comprensible. Delirante y vergonzoso, pero comprensible. Hace demasiado tiempo que la asunción de la catástrofe comenzó a desgarrar las vestiduras oficiales. Disfrazar las angulosas cifras, maquillar los números para aliviar el grosor y presentarlos a la baja, como en la más grotesca lonja de pescado, resulta humano y excusable. Pero hasta un niño de seis años, empuñando sus recién estrenadas nociones de matemática elemental, podría refutar sin esfuerzo el más elaborado y singular informe. Un servidor, que es necio a todas luces, se pregunta con abrumado y sincero asombro por qué ha sido necesario recurrir a la mentira pueril, y cuál es el objeto de empolvar unos números que, de un modo u otro, conoceremos mañana. Pero allá película, allá cuento chino. Ahora toca elevar la copa de cristal fino y brindar, ahora toca abrazarse al cuñado.
Lo que este año convulso y tenebroso deja atrás, entre jirones de fastidioso suplicio, entre ríos de sangrienta lava y obligadas mascarillas en el desierto, plantillas de trabajadores descosidas a bocados e insuficientes renovaciones de estamentos oficiales, es la sonrojante sensación de caer en la charca maloliente de los errores ya cometidos. Es decir, la huella honda y viscosa, otra vez, compadre, de una lamentable desventura. Mal negocio echarse dos veces la misma novia, clama la sabiduría popular, que tanto irrita al bisoño. Mal asunto amartelarse ciegamente de la suegra, que nos seduce con torva y sensual mirada. Este año que afortunadamente acaba, coronado con honores abominables y manidos, con estigma y suma vergüenza, será vilipendiado y recordado, como el anterior, y a nuestro pesar, como el año del dedo en la llaga, como el año del interminable dolor de muelas, como el endriago agazapado en el armario que, con crueldad regocijante, desarmó la esperanza de remontar el cataclismo, que, con carcajada espeluznante, nos asió por el tobillo y echó por tierra la ilusión algodonada de escapar, de una puñetera vez, de esta pesadilla vírica que todo lo trastoca y condiciona.
Año malcarado y difunto, aborrecible, tedioso, de talante repugnante por reiteración, que se extingue, al fin, en merecido funeral sin dolientes.