Anteayer, un vocero anónimo pronosticó dramáticamente el desabastecimiento de los supermercados. En lugar de contrastar individualmente la veracidad de la información, o de evaluar el posible alcance de tal contratiempo, una gran masa de personas acudió irracionalmente a los centros comerciales y arrambló, a codazos, con cuanto halló en los estantes, y muy especialmente y con singular preferencia con los rollos prosaicos de papel higiénico. El convencimiento de un inminente apocalipsis y de una garantizada destrucción masiva era tal, que algunos se aporrearon por una bolsa de rosquillas de anís: vamos a morir, ergo permítame que le cruce la cara. Nota a pie de página: si realmente se avecinara la bendita extinción del ser humano en el planeta, dígame, ¿qué ventaja obtendría usted con respecto a los demás, en qué le beneficiaría a usted, merluzo, mientras aguarda el cataclismo, poder limpiarse el culo? Compra aceite también, Mari Carmen. De girasol.
Las de Gógol fueron las almas muertas, las nuestras son las almas ingenuas y adocenadas. No se aventure usted en la selva asfáltica sin conocer de antemano la tendencia más novedosa. O, dicho de otro modo, consienta usted en que el adolescente de la red social, el de la gorra, le instruya sobre lo que tiene que considerar oportuno antes de pisar el ruedo de la calle. No deambule usted por ahí con sus propias ideas. Exhibir criterio propio es de incivilizados y temerarios. Se les llama ofendiditos a aquellos que berrean desconsolados como si les hubieran apartado injustamente la teta, pero es un error de concepto: no se ofenden porque algo hiera sus convicciones, pues no atesoran ninguna. Ellos, antes de patalear, consultan qué es lo que debe ofenderles. En otras palabras: ellos, que no saben trazar la o con un canuto, no se ofenden nunca sin permiso. “Usted está equivocado —nos dicen desde la elevada tribuna de una ideología—, abandone esas rancias ideas y deje que nosotros le sugiramos lo que tiene que pensar”.
Hoy, una pareja no organiza su luna de miel basándose en un antiguo deseo, en un insólito lugar paradisíaco al que siempre quiso viajar. Ahora se diseña el periplo de recién casados dependiendo de la moda que impere en los corrillos virtuales de las esclavizantes redes sociales. Por mejor decir: uno no se casa por amor, se casa en función de la moda. Usted irrumpe en el local más en boga con las mangas de la camisa recogidas —qué sentido tiene pintarrajearse los brazos con tinta si después no se puede presumir de garabato— y camina con paso de esbelto tigre hasta la barra. Su mirada se enreda entonces con la de una moza morena de ojos verdes. Conversan, intercambian jugosos puntos de vista: las hortalizas mejor trituradas, el hidrógeno es el futuro… La cuestión, en pocos minutos, carcome de la siguiente manera: ¿las morenas de ojos verdes están de moda? Habrá que consultarlo en Instagram. Porque uno no puede dejarse llevar por el entusiasmo taquicárdico y, así como así, al loco tuntún, echarse en brazos del primer arrebato primaveral.
Hemos visto ejemplos en la historia de pobres personas ignorantes gobernadas como rebaños, pero nunca antes habíamos sido testigos de esa visible emoción, de ese afán consciente y apresurado por convertirse deliberadamente en borregos. Si esto no es trabajo en equipo, apaga y vámonos.