Es bastante frecuente que nos admiremos al conocer la historia de superación y éxito de algún personaje público. Con cierta regularidad, descubrimos a través de un artículo los orígenes miserables de una celebridad, y nos estremecen esos minuciosos detalles con que se describe aquella vida tan dura, aquella infancia tan cruda y lejana en que este personaje insigne debió compartir un trocito de pan con seis hermanos, para a continuación sentirnos embelesados con sus posteriores hazañas, con su progresivo reguero de triunfos. El artículo termina mostrándonos, en ocasiones, la fotografía de su flamante descapotable encarnado, en cuyo interior luce lascivamente una dama con unos labios y unos senos inflados exactamente a la misma presión que los neumáticos.
Nos enseñan las biografías preciosas y conmovedoras de niños famélicos que superaron cualquier adversidad y se convirtieron en personas victoriosas, y nos los representan ahora flotando en las aguas cristalinas de sus opulentos palacios. Pero nunca conocemos esas tristes historias truncadas, tan reales, tan verdaderas, tan cotidianas, de aquellos individuos anónimos que surgieron también en un ambiente de miseria y que continúan hoy experimentando, desgraciadamente, esa misma penuria. Por alguna misteriosa razón, en virtud de algún sofisticado fetichismo, hemos acabado llegando a la conclusión, hemos llegado a abrazar la impepinable certeza de que celebrando este tipo de historias de ajenos triunfos —y, muy especialmente, mostrándonos enternecidos—, también nosotros, por una suerte de recompensa divina, seremos arrastrados por esa bellísima ruta del éxito personal, y saborearemos, más pronto que tarde, bajo una nube de colorido confeti, esas mismas dichosas y dulces mieles de la gloria.
Sin embargo, por una simple y espantosa cuestión estadística, debemos asumir cabalmente que es una soberbia imposibilidad que todo el mundo logre trocar su estrechez original en el argumento fascinante de un magnífico cuento de hadas. La imprevisible tragedia, la carencia de talento, un desafortunado error de cálculo, la abominable enfermedad… Numerosas contingencias podrían sabotear nuestro futuro y convertir, de la noche a la mañana, un anhelante sueño de prosperidad en una grotesca fábula con terrible moraleja. Cuán enriquecedor sería escuchar los consejos del que ha naufragado para valernos de su experiencia y prevenir posibles tropiezos. Pero la natural idiosincrasia del ser humano elude, por defecto, el desmoralizante ejemplo de una historia personal fallida. Nos alejamos del fracaso como de las crispadas garras de la peste. Probablemente, por superstición, por si acaso, por evitar el gafe, y si resolvemos asomarnos al relato de una decepción es, tal vez y únicamente, para regodearnos maliciosamente, para comparar nuestra vida adocenada con el excelente batacazo del prójimo, y así mudar las lágrimas de aquél en nuestro secreto gozo. Mal de muchos, triste consuelo de imbéciles.
Extraordinaria es, por otra parte, la inevitable relación de proporción que existe entre admirar el triunfo de un desconocido y el de una persona cercana. Es un hecho probado y asombroso que cuanto más próxima sea la persona afortunada, más torrentes de hiel correrán por nuestras venas. Es antropológicamente insoportable, amigo mío, presenciar y digerir el éxito de nuestro vecino.
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