Qué añorados tiempos aquellos en que a un señor, como parte de una broma pesada, lo arrojaban sus compañeros de oficina desde un noveno piso. El desprevenido funcionario, indudablemente, reventaba segundos después contra el asfalto como un jarrón etrusco. La infantil perrería se iba de las manos, la guasa llegaba muy lejos, mucho más allá de lo razonable, pero el tipo había descendido por los aires con una enorme sonrisa en el rostro: se encajaba caballerosamente la broma. Todo esto ha terminado. Ahora, se tiene dificultad incluso para soportar un comentario ocurrente.
Se apuesta hoy deliberadamente por educar a los niños en el respeto y la tolerancia, y las intenciones son muy nobles, pero es tan imperfecto el ser humano, tan antojadizo e imprevisible, tan enrevesado su ánimo, que difícilmente podrá llegar a buen puerto un plan que se ha trazado en un lienzo pulcro y virginal, distante de la angulosa realidad, ajeno al sentido común y carente de las espinas y de los abultados escollos que aparecerán en el futuro. Cómo cambiaría el cuento si se intentara enseñar a un niño, por encima de otras consideraciones, y desde muy pequeño, a reírse siempre de sí mismo. Qué sólidos y magníficos cimientos le servirían mañana de apoyo.
No se admite ya el humor. De hecho, ni siquiera se comprende cuál es la finalidad de un comentario irónico. El sarcasmo es hoy poco menos que una lengua muerta. El cinismo está a tres telediarios de tipificarse como delito en el código penal. La sátira, amigo mío, es el idioma de los más repugnantes herejes. Esta sociedad tan debilitada, tan enfurruñada, tan propensa al pataleo cuando se enarbolan ideas que le resultan incómodas, tan enemiga de aquello que antes la caracterizaba —el sagrado y curativo brebaje de la risa—, aspira ahora, a golpe diario de eslogan cursi, de frases cándidas con que adornar la taza del desayuno, a la perfección de las relaciones sociales, y fracasa estrepitosa y precisamente por la búsqueda ingenua y absurda de esa perfección inmaculada.
El humor, terrible conclusión, ha llegado a un punto en que solo se lo percibe como arma arrojadiza y destructiva. Qué deliciosa satisfacción encontrarían las personas sensibles —los verdaderos intolerantes, los hipócritas de la libertad de expresión— si, una tibia y azulada mañana, descubrieran a la tribu de infames cómicos, de articulistas jocosos y humoristas gráficos colgando de farolas como tristes chorizos de Cantimpalos. Probablemente, y entre lágrimas incontenibles de gozo, los rematarían a escobazos. Hemos alcanzado, por fin, ese día luctuoso —tan lejano parecía ayer— que presagiaba aquella cita mordiente y asombrosa: en efecto, deberíamos guardar silencio para no ofender hoy a los tontos.
Las personas que se ríen de sí mismas son invencibles. Nada puede hacer mella en el blindado amor propio de unos individuos que bromean sobre sus más íntimos defectos, porque ejercitar saludablemente la guasa, poniendo de manifiesto sus propias debilidades, y haciendo alegre escarnio de ellas, los ha convertido en semidioses griegos. Es imposible socavar la autoestima de una persona inteligente que acepta el juego de ridiculizarse a sí misma. Su coraza es inmensa e infrangible, tan robusta e inexpugnable como un muro de tozudo hormigón.
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