Del mismo modo que en cualquier cuarto de baño existe un retrete, en cualquier callejuela de cualquier pueblecillo de cualquier región entrañable de esta soleada España nuestra, puede toparse usted con un maleducado. El individuo perfectamente educado, el individuo rebosante de admirable urbanidad y buenas maneras vendría a ser como el bidé, singular tesoro, que en virtud de alguna extraña y secreta conspiración comenzó a extinguirse gradualmente en nuestros templos más íntimos. En cada callejuela, en cada placita, en cada repecho, en cada esquinita, en cada jardincillo, en cada barrio, un maleducado al menos, uno como mínimo, uno sin excepción. Pero la tendencia —tan tozuda e incontestable— apuesta claramente por elevar el número.
El maleducado grita al teléfono en el tren, verbigracia, y nunca silencia las estridentes notificaciones del aparato, esa maquinita tecnológica que chilla intempestivamente, a todo pulmón —como el maleducado—, con el espíritu festivo y enloquecido de una fiesta patronal en verano. Poco o nada importa al maleducado que usted, a menos de un metro de distancia, en la butaca contigua, trate de echar una cabezadita o de comprender la bella y ensortijada prosa de Proust. El maleducado discute, ríe o conversa animadamente a altas horas de la noche, sin reparar en la delgadez de los muros, sin reparar en el descanso de los demás, a quienes desprecia ostensiblemente. El maleducado sorbe ruidosamente los mocos mientras usted, a su lado, se come un bocadillo de mortadela en un banco de triste madera, y si usted, con la boca llena y los ojos inflados de indignación, le dedicara al punto un severo reproche, intentaría hacerle creer a usted, el maleducado, que ha sido un desafortunado descuido. Pero es mentira: es una cuestión de educación. Cuando se está bien educado, no hay descuido posible, pues los menores movimientos del buen comportamiento se han convertido, a fuerza de ejercitarlos, en delicados actos reflejos. No es descuido, sino necedad, sino tosquedad, sino simple patanería.
El maleducado camina con aires burdos, con talante decidido. El maleducado no respeta los turnos en los establecimientos y nada quiere saber, pues nada le importa, de guardar cola en una hilera lenta e insoportable. El maleducado se percibe a sí mismo en la sociedad como un individuo sobresaliente, como un espécimen privilegiado, como un pavo real de hermosas y rutilantes tonalidades: es la lógica autopercepción del imbécil. Al maleducado lo irritan sobremanera las normas, le provocan una profunda acidez de estómago, pues considera innecesario y fastidioso someterse al capricho, tan absurdo a su juicio, de las aburridas conveniencias y el orden. El maleducado no tolera que ningún petimetre le indique cómo debiera él conducirse en los diferentes escenarios públicos. Existe, en el fuero interno del maleducado, una perfecta urdimbre, una abigarrada multitud de preciosas directrices que solo él conoce y respeta, y que no está dispuesto a abandonar: el maleducado y su celoso reglamento. Su hermética religión, que él abraza con encendida pasión.
En cada rebaño, una ovejita luciendo su negro pelaje. Así, en cada callejuela, placita o repecho, en cada esquinita, un maleducado.
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