Merecería, sin duda, un análisis muy serio y concienzudo el extravagante comportamiento y proceder de los ricos, para así lograr desentrañar, de una vez, las líneas maestras de esa idiosincrasia tan genuina y pintoresca. Querríamos comprender, aun someramente, por qué los ricos —al menos los ricos peninsulares— se convierten en la diana perfecta hacia la que enfilar nuestros dardos impregnados de veneno.
El rico se ríe de nosotros, de todos. Se ríe porque es rico. El rico bebe agua cristalina de mil fuentes doradas mientras nosotros chapoteamos en el lodo de la más densa pobreza. El rico se peina de otra manera, es un hecho probado. Camina de otra manera, estornuda de otra manera, sus conversaciones suelen apoyarse en la burla ingeniosa, se mofa de la miseria. El rico es más listo que los demás. Algunos ricos, ayer, eran personas modernas que cabalgaban a lomos del más entusiasmado progresismo, intrépido corcel, pero la fortuna, tan caprichosa, les sonrió una mañana y abandonaron al punto sus emotivas ansias de regeneración. Cambiaron la bolsa de monedas por los apolillados ideales. ¿Es esta la razón de que provoquen tanto odio en la sociedad?, nos preguntamos encogiendo los hombros. ¿Por qué despiertan tal inquina, y muy especialmente en los escaños encarnados? Y no digamos ya en las bancadas color púrpura, las bancadas de la permanente y ruidosa rencilla, del insistente rencor, un cómico rencor que forzosamente proviene del ensoñamiento más pueril, y que estos ilustres e hipócritas baluartes de la demagogia, sin ninguna habilidad, disfrazan de justicia social.
El rico defiende la libertad de expresión, pilar refulgente de la democracia: la libertad suya, no la del pobre, que sólo sabe usarla para socavar maliciosamente la dignidad del individuo acomodado. El rico sufre y su sufrimiento es mucho más hermoso que el sufrimiento del pobre, pues este último está teñido de lágrimas amargas, que tan importunamente emborronan el lienzo de la concordia. El rico respira con gracia, mientras el pobre lo hace con tristes resuellos. Nada más espantoso que ver a un pobre deslizándose libremente entre atildados ricos, entre damas de alto copete; nada desluce más un cónclave elitista que contemplar a un pobre inhalando el mismo oxígeno, pero alguien tiene, por narices, que sujetar la bandeja. El rico se pregunta en su palacio, flanqueado por dulces violines, por qué el pobre se pasea atrevidamente por las calles y los jardines de la ciudad, y si no maltratará los adoquines o el parterre con sus pezuñas insensibles de asno.
El rico no comprende por qué el pobre aspira a una vida mejor, cuando debería preocuparse —reflexiona el rico— por ocultarse a las miradas de las personas nobles y elegantes. Cuando sólo debiera preocuparse —desearía el rico— por soportar toda la carga impositiva y sostener el desmedido tren de vida de una desdeñosa minoría que vive injustamente en la burbuja de los mayores privilegios, indiferente al verdadero padecimiento de la población.
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