Si usted está leyendo por error estas líneas estúpidas mientras aporrea felizmente la tacita de café con la beligerante cucharilla —se han dado casos asombrosos de personas que agitaron la cucharilla durante quince continuados minutos, convencidas de que el azúcar permanecía aún sin disolverse por completo—; si usted, decíamos, acaba de disfrutar de una reconfortante ducha y ahora se entrega con extraordinario alborozo al mordisqueo de una rosquilla gorda, o de un panecillo crujiente bañado en untuoso aceite —oro líquido de nuestros campos sagrados, estandarte tozudo y gastronómico por excelencia—, o se complace devorando una austera y saludable lechuga, gozoso preludio de la magnífica y brillante jornada que está por comenzar, significa, qué duda cabe, que usted forma parte del entramado social, de la multitud rugiente y contemporánea, de los numerosos y entrelazados mimbres que conforman la civilización del presente. En una palabra: que usted está vivo, y que colea.
A poco que derrame la mirada a su alrededor con cierta curiosidad —usted, ente vivo—, podrá reconocer fácilmente, con espanto, el clima de individualidad, soberbia y egolatría en que el torrente social ha desembocado. Los tontos no fabrican ya relojes de madera, ahora se hallan persuadidos de poder fabricarlos aun sin moverse del tresillo. Se propina una patada en la marquesina del autobús y aparecen de la nada, en menos que se desgañita un gallo, siete eruditos barbudos. Cultura universal de andar por casa, conocimientos profundos de arte y ciencia adquiridos entre siesta y siesta. Y la aberración espeluznante, mire usted, de tratar de sentar cátedra en cada esquina, en cada reunión familiar, en cada lecho conyugal. De sentar cátedra, debemos puntualizar, con la autoridad académica de un borrego.
Pero si existe algo que acaricia la cumbre de la necedad y que verdaderamente nos endereza los pelos del cogote es, cosa tan moderna, la constante y errática percepción del ‘yo’. Se incluye el pronombre personal hasta en la mismísima sopa de marras. Se refuerza con él hasta el más insignificante argumento. Hay articulistas que no son capaces de trazar seis miserables palabras sin ceder a la diabólica tentación de intercalar el ‘yo’ sonrojante. Rara es la novela moderna —y por novela moderna entendemos trilogía apasionante— que no se encuentre sustentada en el ‘yo’ más reiterado y grosero del autor —y por autor entenderemos lo que usted tenga a bien considerar—. Se sentencia sobre cualquier asunto adornando siempre la sintaxis con el pronombre de la vergonzosa inmodestia. Qué nos importará, muy señora nuestra, que usted esto o que usted aquello. Cómo reconfigurar este mundo podrido del ‘yo’, esta tendencia hueca, tenaz y altaneramente inmadura, esta cultura aterradora del puñetero ombligo. Ay, quién pudiera arrojar un rayito de sensata luz. «Como digo yo», apostillan invariablemente los imbéciles. Pues si usted lo dice, será verdad.
Se debate tímidamente en los círculos editoriales sobre el final de la narrativa basada en el ‘yo’, y la esperanza se relame, ilusionada, encogido el corazón, con semejante propuesta. Agua bendita de mayo. No obstante, el sentido común se apresura a pronunciarse de inmediato, concluyente: se acabaron los libros, entonces.